Wednesday, January 31, 2007

Viaje al centro de la utopía norteamericana, por José Luis Orozco


Viaje al centro de la utopía norteamericana*

José Luis Orozco**
Los presupuestos de mi nuevo libro, Érase una utopía en América, desarrollan una interpretación no convencional de las disociaciones, los desencuentros y los antagonismos, ahora infranqueables, entre las dos revoluciones burguesas que hasta hace algunas décadas aparecían indistintas, casi gemelas, y que, dogmáticamente liberales e igualitarias, abrían una modernidad de la cual se desprendía la recreación racional de la historia. Planteado su deslinde desde varios años antes de la celebración de sus respectivos Bicentenarios, las luminarias consagradas de la inteligencia y la academia acababan contraponiendo ambos eventos, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, a la luz de las perspectivas totalitarias de las guerras mundiales, la Guerra Fría y el fin de la historia en vez de remitirse a las condiciones históricas del tiempo económico y político en que ocurrieron. La condición noratlántica y la épica revolucionaria que los dos movimientos celebraron como rasgo compartido en los textos escolares de historia universal moderna por alrededor de un siglo, sobre todo fuera de Estados Unidos, acabó desplomándose a favor de la llamada Revolución Americana. Al juzgar ésta como moral, intelectual y materialmente superior a aquélla, se ignoraron de plano las contradicciones sociales y geopolíticas albergadas en el interior de un desarrollo capitalista jamás homogéneo y, mucho menos, armonioso. Para el materialismo histórico, empero, el paralelismo histórico se había vuelto mecánico y no dialéctico, dogmático y no crítico. Al homologar la democracia burguesa en sus versiones estadounidense y francesa y remitir su origen a la Gloriosa Revolución inglesa, el marxismo también hizo caso omiso, por diferentes razones, de los grandes circuitos conservadores que, tanto en el nuevo país como en la Inglaterra del joven William Pitt, se oponían a cualquier impulso radical.

No es paradójico, por ello, que haya sido el conservadurismo el que, desde Edmund Burke, cuestiona las coincidencias radicales de dos eventos que tuvieron lugar en dos dimensiones históricas y geográficas asimétricas del capitalismo, por no mencionar sus atmósferas políticas y de clase. Luego, la literatura inglesa y la conservadora europea habrán de denunciar, a favor de Estados Unidos, la desmesura que implica incorporar a Francia en el exclusivo círculo de la democracia ejemplar, la liberal, indistinta tantas veces de la conservadora. Para caracterizar con mayor precisión los resultados de la independencia de Estados Unidos, y a partir de distintas posiciones economicistas, Arthur Schlesinger padre y Peter Drucker no dudaron, aquél en 1917 y éste en 1942, en aplicarles, guardando pocas reservas, el término de contrarrevolución conservadora. A ese término, no sin reticencias, me he adherido en otras ocasiones, sin aceptar plenamente sus connotaciones reaccionarias. Desde luego, la combinación de esas palabras envuelve una tautología, y de allí la necesidad de suprimir el segundo término y acudir a otro que contribuya a explicar por qué una clase dirigente cuya posición social inusitadamente privilegiada, y cuya proyección geográfica, tecnológica y económica aprovechaba todas las ventajas de Europa, opta por fórmulas intelectuales y anti-intelectuales, seculares y religiosas que, en última instancia, configuran una modernidad precaria, contradictoria.
Primera nación moderna, utopía de los modernos, primera nación universal, arquetipo democrático, ejecutora única del legado de la Ilustración, eje de la globalización: ¿cuántos y cuántos juicios se suman en los títulos y títulos que, año con año, exaltan sin el menor titubeo la excepcionalidad estadounidense y la depuran de cualquier tentación represiva, agresiva y reaccionaria, tentación vista, si acaso se menciona, como circunstancial y relativa, corregible por el curso saludable y superior de sus principios y sus fines últimos? No es ésta, por supuesto, la ocasión para confrontar o impugnar estos y otros calificativos que saltan dondequiera en las lecturas en lengua inglesa. Tampoco la de someter a examen teórico una modernidad cuyas cuotas de legitimidad, secularidad, racionalidad o normatividad podrían ocuparnos centenas de años y análisis de textos que, en los tiempos del unilateralismo, no podemos permitirnos perder. Menos todavía, la de dejarnos llevar por el juego de las opiniones sobre opiniones y las informaciones sobre informaciones que, más allá de las reiteraciones sobre reiteraciones de la historiografía profesional, se multiplican al infinito por el instrumental electrónico.

Como en otros trabajos, no interpreto los acontecimientos en función de los eventos contemporáneos y, menos aún, introduzco una categorización intelectual aceptada que, a fin de cuentas, lo compacta todo y deja todo por explicar. Ni izquierda ni derecha, ni progresismo ni reaccionarismo, ni todas las antítesis políticas que satisfacen al análisis foráneo de la realidad estadounidense, pueden explicar una ordenación capitalista cuya sustancial raíz europea se planta físicamente en el ámbito colonial y, sin romper su lógica inherente, se desarrolla en la América del Norte, con modalidades peculiares, en un sentido corporativo metropolitano. En el plano de la historia de las ideas políticas, esa indudable singularidad debe ser presupuesta, pero no tomarse como factor determinante o como simple infraestructura. Entre ella y sus formas de percepción y conversión política se dará el espacio donde los propios actores construyen la narración. A la vez, sin desestimar pequeños tratados y discursos prominentes, la tarea impone, por paradójico que se oiga, dejar de lado los órdenes narrativos sancionados y reciclados una y otra vez por la academia estadounidense. Las primeras preocupaciones del trabajo atenderán la voz y la escritura de los protagonistas políticos y sus intelectuales inmediatamente afines o lejanamente discordantes, y a ellas acudiremos en sus formas discursivas de proclamas, declaraciones, libelos, artículos, sermones, cartas, oficios o recopilaciones, cualquiera que sea su presentación editorial y su tipo de imprenta. No se espere, pues, un texto lógicamente compacto: espérese una narrativa de primera mano que, sin ceder a las tentaciones precipitadas de explicar la actualidad, deja que sean los propios protagonistas los que ocupen, por sí mismos y su quehacer histórico, un lugar en tiempo presente.

Privilegiar al actor político sobre el intérprete académico que, a pesar de sus alegatos de objetivismo, se vuelve apologista para publicar y promoverse universitaria y mediáticamente, conlleva riesgos nunca circunscritos, como en este caso, a la pertinente traducción del inglés del Siglo XVIII. La misma elección de un elenco significativo debe vérselas con un personaje corporativo al que la ortodoxia historiográfica sustrae de todo yerro moral y de largo plazo: el de los Padres Fundadores elevados a forjadores de los principios políticos más inmaculados de la historia. Una escritura biográfica-moral-heroica se ha encargado de disipar o sublimar sus divergencias a manera de que, en la singular dialéctica de los intereses y los principios, brille, a la par del pluralismo, un plan único y superior cifrado en la devoción desinteresada por la libertad. Si en la operación se da una concurrencia afortunada que hace de los Padres Fundadores una generación en última instancia homogénea y universalmente benévola, los conflictos más irreductibles en el interior del sistema son asignables a las figuras temperamentalmente opuestas de Thomas Jefferson y Alexander Hamilton. A ambos se atribuirán dos proyectos de nación y, en términos más forzadamente abstractos, una rivalidad ideológica que aproxima a aquél al ideario revolucionario francés y a éste a la monarquía constitucional inglesa. La confrontación entre republicanos y federalistas arroja, así, una supuesta dialéctica política nacional que apenas aporta alguna claridad al tortuoso binomio doctrinal del liberalismo y el conservadurismo.
La validez universal de esa distinción partidista tropieza de inmediato con lo que podríamos llamar las franjas ideológicas que configuran a ambos personajes, de ninguna manera simplificables al modo de la pretendida lógica del párrafo anterior. Ninguno, para comenzar, ofrece un discurso siquiera personalmente congruente desde la perspectiva intelectual y moral. El Jefferson de la Ilustración y la Revolución francesas, fisiócrata y demócrata, convive con el Jefferson esclavista, racista y expansionista, si no es que genocida. El Hamilton tradicionalista, elitista, militarista y represor de los Catilinas y los Césares que fatalmente engendra el gobierno popular, convive con el Hamilton capitalista, industrialista, corporatista y nacionalista. Contradictorios y complementarios, pragmáticos ambos, ¿cómo hablar de una ideología integral opuesta a otra ideología integral si, a fin de cuentas, son los intereses regionales y sectoriales de las clases dirigentes los que dictan las combinaciones doctrinales más aptas, y por fuerza heterogéneas en cada segmento político? A esa flexibilidad combinatoria súmese la teología política que, declarándose puritana y plural, coloca al Antiguo Testamento como una suerte de marco ideológico dúctil pero intransgredible una vez que las ideas modernas y seculares entran en contradicción con el sistema. La capacidad conciliatoria de ese mosaico de categorías fragmentarias, empero, no sería posible si éstas no actuaran como los medios partidistas en relación a fines empíricos compartidos cuya realización y consecución exigen una confrontación competitiva relativamente regulada por las élites.

Ciertamente, la antítesis entre Jefferson y Hamilton plantea más una oposición de medios que una de fines. Ninguno privilegia, por caso, la Razón de Estado sobre la Razón de Mercado, de no ser cuando la conveniencia requiere privilegiar alguna. Su pugna, no obstante, ilustra una coyuntura decisiva, nada insignificante en tanto de ella arranca no sólo un estilo político que mantiene a distancia las ideologías sino un compromiso final que configura al Estado como engranaje público y privado de dominio. Primera y última polarización ideológica, la de Hamilton y Jefferson, al desprenderse del viejo Estado piramidal, estamental y absolutista, anuncia una nueva cadena de mando estatal y un discurso político poliédrico cuyas caras se entrecruzan sin orden fijo. Aunque los fines compartidos estén ya dados en Hamilton y Jefferson por el expansionismo territorial y la todavía relativa subrogación imperial, el suyo será, en suma, un momento clave para determinar tanto la orientación material como la resistencia social y la perdurabilidad de un sistema de poder insertado en una modernidad todavía política y geopolíticamente eurocéntrica. Por ello, el texto que sigue no gira exclusivamente alrededor de ambos, a la usanza biográfica y exaltadora de la historia oficial. Que aparezcan dondequiera como las figuras más relevantes de esa época apenas si puede ponerse en tela de duda. Con todo, resaltarlos olvidando a las personalidades de poder, inteligencia y riqueza que los rodearon e influyeron, haría caer en el voluntarismo histórico que caracteriza los estudios galardonados de la academia estadounidense. Miembros de la generación excepcional que vive los primeros grandes debates, Jefferson y Hamilton, sus amigos y sus enemigos, son indispensables para incursionar en la construcción nacional, institucional, dinástica, clasista, racial y represiva que en esos años proyecta para la posteridad mundial una Razón de Estado jamás vista antes, la de la Seguridad Nacional.

* Texto tomado de Metapolítica, Núm. 51, Enero-febrero de 2007. Reproducido con permiso de los editores.
** Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM

1 Comments:

At 8:05 PM, Blogger Ulises C, said...

Sin duda será interesante la lectura de este nuevo título publicado por el profesor José Luis Orozco, sobretodo por los encuentros y desencuentros que seguramnete mostrará su obra, ante las categorías anunciadas y propias del pensamiento político europeo, frente a la forma de vida americana. Enhorabuena, para todos sus lectores

 

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