Sunday, November 25, 2007

Reflexiones en, desde, por y para la política, por Carlos Castillo Peraza


Reflexiones en, desde, por y para la política*

Carlos Castillo Peraza


Creo que debo iniciar estas palabras con alguna nota quizá insoportablemente autobiográfica. Comencé mi vida laboral en el ámbito del periodismo provinciano y batallador. La necesidad material, las penurias familiares, la admiración por algunos periodistas muy verticales y muy buenos escritores, el gusto y el deseo de escribir como ellos me llevaron a una redacción. Simultáneamente, la militancia en una organización juvenil católica que se esforzaba por dar a sus miembros conciencia cívica y compromiso con el bien común alimentaron mi modo de ejercer el periodismo. Ya frente a la máquina de escribir, fui descubriendo que me hacía falta algo más que hambre, sentido apostólico, disponibilidad para actuar en la polis y bien escribir para cumplir bien la tarea. Entonces decidí estudiar filosofía. Quería disponer de un mejor instrumental para ser mejor periodista. Eso era todo.

Por caminos inusitados, pude llegar a la Escuela de Filosofía de la UNAM. Tuve maestros por más de una razón inolvidables a los que estaré agradecido siempre. También compañeros estupendos. Uno de ellos es Luis Salazar, cuyo talento y destreza para el pensamiento ordenado reconocí y reconozco y respeto hasta la fecha. Él hizo el favor de invitarme a este evento. Su invitación me sorprendió porque me encontró en el torbellino de la política militante y partidista, lejos de la academia. Mis palabras, el día de hoy, no podrían tener ni tienen la estructura técnica que este foro de filósofos merece y a la que la calidad de sus participantes obliga.

1. Luis Salazar, al hacer el favor de invitarme, tuvo a bien plantearme mi participación en términos algo kantianos. "Debes decirnos —indicó—, desde tu perspectiva, qué se puede esperar de la política". Voy a intentar presentar ante ustedes una respuesta. Apelo a su amable comprensión.

Quisiera señalar, antes de comenzar, que para mí la política no es asunto de reflectores, sino de reflexión. Podría decir, con mi maestro Philibert Secretan, que para mí filosofía y política se esclarecen mutuamente y que, en su relación, vivida como una tensión especialmente por quienes tenemos al mismo tiempo el carácter de aficionados a aquélla y militantes en ésta, es posible afirmar que la filosofía es una política del pensamiento, y la política una filosofía de la acción. Que, además, los políticos estamos obligados a desarrollar una muy filosófica "voluntad de verdad" (la expresión es de Xavier Zubiri) para no caer en la sofística, en la demagogia, en el dogmatismo o en el afán de ser noticia, y menos en la de convertir a la palabra en instrumento perverso de la imposibilitación de la relación humana y de la edificación de una sociedad en permanente proceso de construcción, para el bien temporal de todos sus miembros. Permítanme citar in extenso al propio Zubiri:

El filósofo español nos dice que, en el proceso intelectivo, nos encontramos ante dos posibilidades: "Una, la de reposar en las ideas en y por sí mismas como si fueran el canon mismo de la realidad; en el límite, se acaba por hacer de las ideas la verdadera realidad. Otra, es la posibilidad inversa, la de dirigirse a la realidad misma, y tomar las ideas como órganos que dificultan o facilitan hacer cada vez más presente la realidad en la inteligencia. Guiada por las cosas y su verdad real, la inteligencia entra más y más en lo real, logra un incremento de la verdad real. El hombre tiene que optar entre estas dos posibilidades, es decir, tiene que llevar a cabo un acto de voluntad: es la voluntad de verdad" (El hombre y Dios, Madrid, Alianza Editorial, 1985).

No sé si he tenido buen éxito, pero he optado por la segunda de estas zubirianas posibilidades.

2. ¿Qué se puede esperar de la política? Comienzo por recordar el 1984 de Orwell, el héroe, durante la tortura a que es sometido, pregunta a su verdugo si el Big Brother verdaderamente existe. El torturador pide a la víctima que le explique qué es eso de "existencia verdadera", y ésta le precisa que es existir "como existo yo mismo", a lo que el verdugo responde: "¿como tú? Pero si tú no existes..."

Creo que lo que debe poderse esperar de la política es, precisamente, que haga posible que todos existamos, que a nadie se arroje, primero teórica y luego prácticamente, al hoyo negro del no-ser. Me parece que la historia político-cultural va bordada de concepciones según las cuales hay hombres que son verdaderamente y hombres que no son tales. En consecuencia, creo que de la política puede y debe esperarse que renuncie a constituirse en ámbito desde el cual se decide quién es hombre y quién no lo es. Dicho de otro modo, hay que pugnar porque la política no sea el espacio desde el que se define lo que es el hombre, sino el lugar en el que todos los hombres reales puedan discutir acerca de su ser, sin matar ni matarse; en el que de algún modo compitan sin violencia las diversas definiciones posibles del ser del hombre, de la sociedad, de la nación, del Estado, del gobierno, del poder. Que sea el ámbito en el que las supuestas o reales racionalidades interactúen razonablemente, en respeto y libertad, sin riesgos de Auschwitz, Siberias, paredones, escuadrones de la muerte, "fraudes patrióticos", quemas en efigie, etcétera.

3. Con lo anterior quiero decir que me adhiero a la visión de la política y la democracia sostenida por Mounier: "la institucionalización del diálogo" (Communisme, anarchie et personalisme, Seuil, París, 1966). Diálogo que tiene como premisa, como axioma, que los ciudadanos, cada uno de ellos y todos ellos, son personas, y, negativamente, que no hay no-personas, que no hay simples "momentos" sin existencia real en la sociedad y en la historia; que el otro es siempre otro como yo, otro yo respetable y digno, libre y amigo. Otro de mis maestros, Santo Tomás de Aquino, me sirve aquí de guía: Omnis homo omni homini naturaliter amicus (Suma contra gentiles, III, 77, BAC, Madrid, 1968). De la política así entendida, me parece que puede y debe esperarse la construcción de una sociedad de amistad. En algún trabajo que escribí hace años, en una etapa más académica que política, me refería a esto de la manera siguiente: "Platón, que veía en los amigos a enemigos potenciales de las tiranías ilustradas que algún tiempo lo fascinaron, no erró el blanco, puesto que además escribió que no había verdadera amistad sino en la búsqueda común de la verdad y del bien. Y el hombre fue hecho para la amistad; sólo haciendo de su prójimo una abstracción ('enemigo', 'asesino', 'burgués', etc.) puede odiarlo, es decir, concebir a la comunidad como espacio en el que otro no tiene lugar posible y, en el límite, suprimirlo…” (El ogro antropófago, Epessa, México, 1990).

4. No quisiera verme ingenuo ni ser visto como tal. Sé que en el mundo, en la historia, en la política se dan hechos que merecen el nombre de males. No es necesario disponer de un microscopio electrónico para descubrirlos. Pero tengo la convicción de que no se trata de males inevitables como pueden serlo los terremotos o los ciclones. Precisamente porque pienso que los otros no son como yo, me parece que se trata de males evitables, puesto que son males que seres como yo producen y generan en otros hombres como ustedes y como yo. De allí mi convicción de que de la política puede y debe esperarse que sea un instrumento de los hombres para suprimir hasta donde sea posible los males que los hombres nos hacen unos a otros, es decir, los males evitables. De allí mi convicción de que la política debe tener como fin organizar el ámbito de la vida humana común y temporal de manera que el hombre no hiera al hombre, ni de palabra ni de obra, ni por acción ni por omisión.

5. Esta visión podría asimismo calificarse de utópica, en el sentido de que la utopía fuese "el sueño metódico de una razón derrotada" (Secretan) o “la esencia por todas partes y la existencia por ningún lado" (ibid). De algún modo es utópica, en la medida que lo utópico es el telos de la acción humana en el tiempo. Pero el telos es también causa final que atrae y que convoca a la acción concreta y reflexiva que pone los escalones hacia lo deseable. No es la perfección contemplada que inmoviliza o, al menos, no debe serlo. Así lo entiende el dicho popular que afirma que lo mejor es enemigo de lo bueno, o Maritain que, en su filosofía teológica de la historia, recuerda al profeta Habacuc, quien señala que el diablo siempre va adelante de Dios proponiendo lo óptimo para que ni siquiera se haga lo bueno (Filosofía de la Historia, Troquel, Buenos Aires, 1971).

Desde esta perspectiva, me parece adecuado sugerir que de la política puede y debe esperarse una modestia que conduzca a ir haciendo lo bueno, para aproximarse a lo óptimo tanto como sea posible en el tiempo y con los medios falibles e imperfectos con que nos es dable contar. No es humano imponer el ideal por medio de la coacción, como lo hemos podido comprobar en este siglo. El diálogo racional, razonable y respetuoso exige reflexión, energía y paciencia, pero no resignación. Las voluntades de verdad tienen que pasar por encontrarse y confrontarse antes de que puedan descubrir sus respectivos calores, sus comunes denominadores y sus posibilidades de coedificación política. No es fácil pasar de una cultura y una cultura política de la guerra a una de la paz. Pero Yael Dayán, la hija del general judío llamado Moshe, acaba de decir al respecto algo de una gran lucidez y sensatez: son preferibles todos los problemas de la paz a uno solo de los problemas de la guerra.

Más allá del diálogo y de la visión del hombre que desde mi punto de vista lo sostiene, quisiera abundar en la noción mounieriana de la institucionalización, como propósito fundamental de la política. Ésta debe ser, precisamente, ideación y diseño comunes de instituciones, de leyes. Trabajo intelectual y político que establezca los marcos en que se ejerce el derecho de la diferencia, y el deber de la construcción común del espacio y la acción políticos. Tarea central es ésta. Trabajo de convencimiento de las conciencias: de agrupación, formación y organización de conciencias convencidas; labor de aproximación de las personas y los grupos diferentes, para que diseñen los pasos comunes para el futuro común; laborío de "carpintería política", modesto y constante, que encarna en obras y prácticas los ideales; obra de inteligencia y de acción en la que es imprescindible la convicción de que en el diferente hay parte de lo valioso común. Parte, es cierto. De allí la necesidad de que las partes —partes, partidos— se sepan partes y se asuman y actúen como tales, desde una autocomprensión como todo, no hay diálogo ni interlocución ni obra común posibles. Las partes, entendidas como tales, constituyen un todo que finalmente es mayor que la suma de aquéllas. En cambio, los "todos" sólo pueden edificar una suma menor que la de las partes. Idear y construir, con paciencia, humildad y perseverancia instituciones, es también algo que debe poder esperarse de la política.

7. Hay tres figuras políticas en la historia del pensamiento que mueven a la reflexión. Sigo aquí de nuevo a Philibert Secretan: se trata de las del sofista, el dogmático y el burgués (Autorité, pouvoir, puissance, L'Age d^Homme, Lausanne, 1969).

El sofista identifica la razón o la verdad con la fuerza, y para él, el lenguaje es sólo un mecanismo de autoproducción, de generación de más lenguaje sin relación con la realidad; un instrumento del poderío. La realidad son las palabras del más fuerte. El dogmático identifica —creo que aquí aparece Hobbes— su verdad con la verdad y la impone como justificación de un imperio sobre todos, en nombre de la supresión del conflicto de todos contra todos. Lo mismo da, para los dos casos, que sean verdades supuestamente eternas o sólo y pragmáticamente trienales o sexenales. El burgués identifica su afán posesivo o sus posesiones materiales con la verdad o la razón. Sofista, dogmático o burgués no sólo puede ser un hombre, sino también un grupo de hombres e incluso un Estado. Los tres confunden la simultaneidad con la semejanza, y de algún modo condenan al hombre que quiere conocer la verdad, construir el símbolo o puente entre los hombres, a beber la cicuta, su actividad destruye el symbolon ("symballo" quiere decir "yo reúno", "yo junto", "yo hago coincidir"), es decir, el nexo, el vínculo. Se vuelve así diabólica ("diablos" es "el que separa", "el que siembra discordia", "el que calumnia"). Romper el puente entre palabra y realidad conduce a fracturarlo entre hombre y hombre, es condenarnos al silencio o al estrépito estériles, autistas, apolíticos; utilizar la palabra para esto es renunciar al logos que es, al mismo tiempo, sonido y razón. Es hacer irracional a la política, es arrojarla a la pura acción, al juego de fuerzas y de intereses, al choque de egoísmos. Es hacerla violenta porque quedaría reducida a actos sin logos. Es sofisticarla, dogmatizarla y aburguesarla, condenarla no a la búsqueda del bien común temporal, sino del mal común.

Sugiero que, desde la filosofía, es preciso contribuir a que la política sea un ámbito de reflexión, libre ejercicio responsable de la razón, razonable intercambio de razones, respetuosa búsqueda de puentes, amistosa coedificacíón de respuestas y de soluciones —de instituciones— que sirvan a todos porque no envilecen a nadie. Tal vez la política y los políticos no podamos dar para tanto, pero es allí donde los que son, por oficio o por vocación, hombres de razón raciocinante, puedan ayudamos y, así, ayudarse. No podremos esperar nada, o podremos esperar muy poco de la política, si la razón no espera ni confía en sí misma, si ustedes no creen en la razón, si ustedes renuncian a la voluntad de verdad y a exigir, desde esta voluntad, que la política y los políticos nos convirtamos al "logos común de los hombres despiertos", que no sueñan que el otro no es, sino saben que es y es digno de respeto. Cuando Goya escribió que "el sueño de la razón produce monstruos" no sé qué quiso decir. Pero, si monstruo es "prodigio" o "amonestación divina", bien puede imaginarse que las racionalidades sin razonabilidad, es decir, incapaces de comunicarse y construir, parten de la idea de que mi razón me convierte en "prodigioso" o en "divino amonestador", en ángel único frente a demonios innumerables. De la política debe esperarse —con el auxilio del pensamiento— que se sepa, se quiera y se realice como obra de hombres, débiles quizá, "cañas, pero cañas que piensan" que diría Pascal. Esta convicción completa de las flaquezas y las fortalezas propias de lo humano y de los humanos, tal vez deba llegarle a la política desde la filosofía, a los políticos desde los filósofos. Como político, ojalá que transitorio en cuanto tal, espero de mis hoy alejados colegas de academia ese punto de socrática ironía que ayuda a ponernos a todos en nuestro lugar, a combatir en la propia alma y en la propia acción, la tentación de las tentaciones humanas: la desmesura. Sólo construye en la historia el que está convencido de que no es la historia misma. Alguien tiene que decirnos a los políticos que no lo somos.

* Fragmento del libro del autor El porvenir posible. Estudio introductorio y selección de Alonso Lujambio y Germán Martínez Cázares. México, Fondo de Cultura Económica, 2006. 668 p. Reproducido con permiso de la editorial.

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