Tláloc, por Paco Ignacio Taibo II
Tláloc*
Paco Ignacio Taibo II
Para David Brooks que cuida Nueva York y para. Marcial que cuida la calle.
I
Santiago contempló atentamente la horrible estatua ecuestre y dorada del general Sherman, luego giró la vista y decidió que era mucho mejor la de Simón Bolívar, que había regalado la comunidad venezolana a la ciudad de Nueva York.
Hacía un vientecillo helado que venía del océano hacia el Hudson y del que sólo podía escaparse cobijándose en las avenidas, paredes de rascacielos, e! mejor paisaje urbano: árboles, vendedores de corbatas falsificadas de seda italiana y rascacielos. Las damas de la basura este año eran orientales. La miseria en Nueva York siempre parecía estar cortada por una tijera étnica. La miseria o la locura.
«Por ejemplo ésta, era una locura mexicana» se dijo Santiago y se hundió en el chamarrón forrado de piel de borrega, que lo hacía parecer un sobreviviente de la nueva ola francesa de los años 60, un Godard canoso, un Resnais sin afeitar, y abandonó Central Park para adentrarse en la Sexta Avenida.
En el quinto piso se dejó guiar por el sonido de las voces, los aplausos y el discurso en los amplificadores, más cerca incluso el tronidito de las latas de Tecate al abrirse. Las palabras salían en un inglés lleno de cadencias mexicanas, en el que se cruzaba de vez en cuando el apresurado español de alguno.
La puerta de cristal estaba entreabierta y ninguno de los asistentes a la asamblea, que estaban acodados en el gran pasillo que daba al salón de reuniones, hizo algo para impedirle el paso.
Había un pequeño escenario con una mesa, adornada por dos bocinas, y unos doscientos asistentes sentados en su mayor parte en sillas de tijera distribuidas irregularmente. Abundaban los uniformes, que cubrían la gama de la funcionalidad al exotismo: monos de trabajo color café o azul, chaquetones guinda con botones dorados, hombreras plateadas de tamaño descomunal con borlas, toda la parafernalia de un ejército desigual y derrotado. El sindicato de porteros de Nueva York estaba en sesión. Presidía desde la mesa un gigante bizco y moreno de pelo más que largo. Santiago sabía quién era; sabía muchas cosas sobre Benito Jiménez.
Sin orden ni concierto, en la asamblea se estaban discutiendo problemas extraños, como el derecho a usar los sótanos como vivienda, como el quién debía incinerar las basuras en las oficinas.
Santiago escuchaba a medias fumando un cigarrillo cerca de los ventanales. Era curioso ir descubriendo el poder que concentraban los asistentes. La cantidad de dominio sobre la vida cotidiana de una de las ciudades más grandes del mundo. Eran éstos los que abrían las puertas, cerraban los edificios, resolvían los problemas de plomería, incineraban la basura, llamaban al taxi, cubrían a la anciana con el paraguas. Eran los representantes brechtianos del poema: Nueva York florecía en las mañanas. ¿Quién limpiaba los cristales? Un millón de negocios se hacían diariamente. ¿Quién abría las puertas?
Al final de la reunión, Santiago se dirigió directamente hacia el gigante, que estaba guardando los papeles en un portafolio negro lustroso.
Santiago le soltó de sopetón:
—Creo que usted y yo tenemos un interés en común, compañero Jiménez; usted y yo tenemos un sueño.
El gigante sacó un Camel sin filtro todo arrugado del bolsillo superior de la chamarra y le dirigió una mirada torcida a Santiago.
—Usted y yo siempre hemos querido robarnos al Tláloc —prosiguió el escritor de ciencia-ficción que vivía de vender seguros en Nueva York y parecía director de cine francés con veinte años de retraso.
—¿El Tláloc?
—La estatua de Tláloc.
La lluvia comenzaba a colarse por las rendijas de la cristalera. Por el rabillo del ojo, Santiago vislumbró un relámpago. Benito Jiménez sonrió.
—Ah, que la rechingada —dijo el dirigente sindical.
—El Tláloc de Chapultepec: Coatlinchan, esa madre que mide ocho metros de alto por tres de ancho y pesa 197 toneladas. Descubierto en Los Tecomates, cerca de Texcoco. Estaba ahí en proceso de construcción, dios de ojos cerrados y brazos alzados. Bautizado Tláloc...
—Ah, ese Tláloc... —dijo Benito Jiménez.
—Ese mero —continuó Santiago—. Lo trajeron a México en mayo del 64, hubo que construir y reforzar tramos de carretera, montar una troca especial con plataforma de 72 ruedas, y grúas extrapesadas... Los campesinos se quejaban de que al quitarlo no habría lluvia en la región.
—Nos quejábamos.
—Tuvieron que traer un batallón del ejército para sacarlo, porque trataron de cerrar las carreteras para que no lo pudieran sacar.
—Tratamos, pero se lo llevaron... Y luego dejó de llover.
—Luego no hubo lluvia, pero los turistas y los defeños podían verlo ahí en Reforma.
—Hace 26 años...
—Usted tiene como 40, ¿no?
La historia del dios de piedra parecía haber conjurado la tormenta. Santiago se había sentado en una de las sillas de tijera y miraba cómo las ráfagas de lluvia azotaban los cristales donde se podía leer invertido; «Janitors Union. Local 140»
—¿Y por qué querría yo robarme el Tlaloc? —preguntó el dirigente sindical. La sala se estaba quedando vacía. Un pequeño grupo de porteros cerraba las sillas de tijera y las iba acomodando contra una de las paredes.
—Usted solito no, el sindicato de porteros y conserjes de Nueva York, la Janitors Union entera.
—¿Y eso?
—Porque el 82 por ciento de los miembros de su asociación, porque la mayoría de los porteros de Nueva York, son nativos de una zona de México cercana a Texcoco, de Los Tecomates, de San Salvador Atenco, de Chiautla... hasta de Otumba y Nopaltepec. Campesinos o hijos de campesinos de la misma zona de la que se extrajo el Tlaloc. Y ni me pregunte cómo pasan estas cosas, porque si alguien lo puede saber mejor que nadie...
El dirigente sindical le dirigió a Santiago una mirada penetrante acentuada por su bizquera.
—Ya ve. Se migra así. Uno tiene un compadre, y el compadre un amigo, y hace más de 20 años uno recomienda, y luego viene otro y luego como que la hacemos bien... Cuando yo llegué a Nueva York los porteros eran italianos y polacos de salida y estaban llegando los portorriqueños... Y cuando dejó de llover empezamos a llegar nosotros...
Los porteros rezagados, entre bromas dejaron de colocar las sillas. Benito despidió con un gesto al último grupo. Alguien le recordó que apagara las luces de la escalera... Seguía lloviendo.
—Sale, supongamos que el sindicato de Janitors de Nueva York quiere robarse el Tláloc por razones patrióticas y devolverlo a sus verdaderos propietarios... ¿Y usted, por qué podría querer robarse el Tláloc?
—Porque de ahí salieron las grandes manifestaciones del 68.
Benito se rió, frotándose las manos.
—¿Y cómo nos la vamos a robar, amigo?
Santiago alzó los hombros. A tanto no le daba la imaginación. Bastante había sido atar dos cabos tan lejanos que conectaba aquel monstruo de piedra de 197 toneladas presidiendo el paseo de la Reforma y este local en un quinto piso de la Sexta Avenida en Nueva York.
II
El portero que estaba entregando la correspondencia, miró cauteloso hacia ambos lados del pasillo, y al verificar que estaba vacío se coló a las oficinas centrales de una empresa de ingeniería llamada W.I. AI fondo, uno de los despachos permanecía con las luces encendidas. Harry Walpole trabajaba tarde de nuevo.
—Buenas noches, Matís, want some coffee? —preguntó el gringo alzando la cabeza de sus documentos al reconocer la familiar figura del conserje.
—Inge, ¿de qué tamaño tiene que ser una grúa para levantar una piedrota de 197 toneladas? ¿Qué clase de grúa hay que usar? ¿Quién distribuye esas grúas en México?
El gringo desconcertado chapurreó en español:
—¿Piedrota? ¿Qué tamaños? How many tons, yon said?
Y sin darse cuenta ya estaba sacando su calculadora y buscando encima del revoltijo de papeles de su mesa un catálogo de equipos pesados. Los cristales de la ventana repiquetearon alegremente cuando comenzó a llover.
III
Santiago le mostró a Benito una fotografía del Tláloc. Las dimensiones de la piedra las daba el propio Santiago colocado al lado de la mole, acariciando la enorme viga con la que el dios estaba anclado a tierra. Estaba lloviendo aquel día en el DF.
—Sea lo que sea hay que librarse de la viga.
Al día siguiente don Pablo Rozadas y don Jerónimo Santiesteban se dieron una vuelta por Shean Construction y se compraron un enorme soplete de acetileno. Fue una lata cargarlo en una camioneta a mitad de la lluvia y llevarlo al sótano de un edificio de oficinas en la calle Hudson.
IV
Estaban paseando por la calle 42, rodeados de padrotes, negros andrajosos sonados por el crack y griegos viejos que buscaban putas; todo ello mezclado con turistas de Texas, luces de neón que anunciaban pornografía, nigerianos de un negro azabache vendedores de cinturones, adolescentes autistas viviendo en el universo walkman y muy profesionales carteristas. Varias músicas se cruzaban en el aire, dominando la de una mujer negra de unos sesenta años vestida como estatua de la libertad, que tocaba un órgano.
—No hay que levantarlo, ni que alzarlo veinte metros, ni que subirlo con una grúa —dijo Santiago—. Hay que hundirlo. Zuuum... Pa'bajo. Por abajo viaja el metro, volamos un cacho de Reforma y lo bajamos por el agujero, lo hacemos descender con cuidado y lo colocamos en una plataforma, como un vagón de metro sin paredes. De ahí sólo es cosa de llevarlo hasta la zona donde el metro sale a la superficie.
V
A las tres de la mañana, y sin que nadie les hiciera el más mínimo caso, los porteros del edificio Astoria en la calle Lexington, vestidos con su habitual uniforme azul marino con hombreras doradas, pero extrañamente desprovistos de la gorra de plato y en su lugar coronados con unos paliacates rojos que les hacían parecer un par de apaches esotéricos, entraron en las oficinas de la Compañía Internacional de Carros de Ferrocarril y se robaron todas las fotos que pudieron encontrar de plataformas y vagones. Los ladrones eran un par de hombres morenos, de más de cincuenta años, muy serios, con canas en las sienes.
VI
—Imposible —dijo Santiago arrojando al suelo el compás. Sobraba panza o sobraba espalda del Tláloc para poder subirlo al metro.
Benito recapituló:
—Entonces... por el drenaje profundo.
—Imposible, no hay canalizaciones cerca—resumió Santiago.
Estaban sentados en una de las esquinas del enorme salón del sindicato. Benito firmaba formatos de adhesión de nuevos miembros.
—Ya todo está cambiando... Mira...
Señaló las fichas de ingreso:
—Salvadoreños, nicaragüenses, etíopes, senegaleses...
—Y si lo volamos. Por ejemplo: lo cortamos en cachitos, en pedazos, lo retaceamos. Nos llevamos las pinches piedritas y luego lo armamos de nuevo.
Benito lo miró fascinado. Este pinche loco era peor que él. Había que tener güevos para volar el Tláloc. No sabía si él mismo se atrevería a tanto.
Santiago se ruborizó ante la penetrante mirada bizca del gigante.
VII
A las ocho y media de la mañana cuando cruzaba a paso rápido por la sala Helénica del Museo Metropolitano de Nueva York, el doctor Linus Taylor fue detenido por un par de porteros del Met. Trató de escaparse argumentando la falta de tiempo hasta su próxima cita, pero los porteros, balbuceando inconexas excusas en español, lo condujeron hacia uno de los baños, y desplegaron ante él fotos y papeles.
—¡¿El qué?!—preguntó sorprendido el egiptólogo mirando más atentamente a sus dos interlocutores.
VIII
Santiago mojó su dona en un café.
—¿Qué dice el curador de la sala egipcia del Met?
—Ni madres, si le metemos dinamita nunca lo vamos a poder reconstruir.
—Vuelta a empezar.
Benito Jiménez asintió.
—¿Y si en lugar de llevarlo, simplemente lo hacemos desaparecer? Que los que lo están viendo ya no lo puedan ver. Que esté allí, pero que ya no esté...
Benito contempló atentamente a Santiago, luego le quitó su taza de café y la olió.
—SÍ, chinga, cubrirlo con algo... —insistió Santiago.
IX
La asamblea del jueves de la Janitors Union-Local 140 discutió al paso, sin darle demasiada importancia, como al descuido y en el punto 17 de la orden del día, la aprobación de una cuota extraordinaria de siete dólares por cada uno de sus miembros, destinada a la «Operación Solidaridad Mexicana». Elmer Brown, delegado de un grupo de porteros de edificios de oficinas al sur de Queens, y de origen jamaiquino, protestó en voz alta, pero la mirada de su compadre y codelegado de la zona, Atanasio Rivera, lo hizo callar. ¿Qué se traían estos tipos en mente? Atanasio le guiñó el ojo para acabar de hacer más profundas las dudas que roían el alma del veterano sindicalista.
—Es pa' los niños pobres de Tuxtla Gutiérrez, para hacerles unos juegos infantiles —le dijo Ramón Gómez, otro de los viejos fundadores del sindicato.
—Son sólo siete dólares, no la hagas de pedo —le informó Catarino Villavicencio, que era su cuñado. Y por eso de estar casado con una mexicana, Elmer entendió que deberían estar cocinando algo importante y absolutamente ilegal. Y que cuando decían «no hacerla de pedo», él miraba para otro lado...
X
—Hey, brother, tú que le sabes... —le dijo el conserje mexicano a un office boy portorriqueño de rostro castigado por el acné.
—No, pues miden la casa, la desarman y luego la levantan y se la llevan y luego la ponen en otro lado.
—¿Así nomás?
—Bueno.
A la hora del lunch, el portorriqueño bajó hasta el sótano donde en medio de los quemadores de basura, él y el portero estudiaron toda la folletería de la empresa que se acababa de robar. Una fuerte tormenta se desató mientras los dos personajes le daban vuelta a los papeles y el agua se colaba por abajo de la fila de lavadoras automáticas.
—Desde que me escapé de la escuela no había estudiado tanto —dijo Laureano Bañuelos.
XI
—¿Y un pinche mago? —le sugirió Benito Jiménez a Santiago, mientras tomaban en una delicatessen unos sandwiches de salami de Génova con provolone.
—Un mago de esos que desaparecen cosas, que desaparecen la Estatua de la Libertad, de esos, como el Copperfield —repropuso Santiago con la boca llena—. ¿Cómo le hace ese güey?
—Todo fuera tan fácil como eso, mano, ¿quién crees que manda en Nueva York? —dijo Benigno.
Santiago no contestó porque se estaba quitando migas de pan de la barba.
Al día siguiente, los porteros del edificio de la Quinta Avenida donde vivía David Copperfield tocaron tímidamente a la puerta del ilusionista.
El mago apareció en pijama de seda lila en la puerta, contempló los rostros habituales y esperó que le entregaran correspondencia, hablaran del agua o pasaran a recoger la basura. Pero los tipos lo miraban en silencio. Comenzó a llover.
—Don David, le traemos un encarguito, a small problem, you know? But very important for us.
XII
Santiago volvió a ver el sistema de espejos gigantescos y reflectores que estaba dibujado esquemáticamente y se quitó el sudor de la frente.
—No sirve —dijo Santiago—. Es demasiado espectáculo, y crea los mismos problemas. Ahora que es maravilloso, ¿eh?
—No sirve —confirmó Benito—. ¿Qué hacemos después de que lo desaparecemos? ¿Cómo lo quitamos de verdad?
Santiago resumió:
—Me rindo, mano.
Y entonces. Benito Jiménez se levantó de la silla y dijo;
—Sólo hay de una, llevarlo como se lo trajeron.
Y ante tan afortunada idea caminó pausado hasta uno de los lockers y sacó una botella de tequila Orendain para brindar.
XIII
Estaba lloviendo a raudales cuando en Nueva York se produjo la misteriosa epidemia que afectó la semana laboral de un centenar de porteros. A unos les nacieron nietos, otros cayeron en cama con una maligna gripe asiática, otros pidieron vacaciones que habían pospuesto durante años para ir a México, otros se intoxicaron con camarones japoneses, otros se rompieron una piedra al salir del elevador, otros simplemente se desvanecieron y en su lugar apareció algún joven paquistaní.
Estaba lloviendo a cántaros en el DF, cuando en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México aparecieron durante un par de días un montón de viejos emigrantes que se acogían al programa Paisano y que reclamaban su pasaporte y su mexicanidad, y que querían ver a sus nietos y volver a ver los volcanes y comer carnitas en Texcoco.
Llovía furiosamente cuando Benito Jiménez le mostró a Santiago la vieja plataforma de 72 ruedas arrumbada en unos almacenes de la Secretaría de Obras Públicas allá por el rumbo de Los Reyes.
Llovía furiosamente cuando la secretaria Marisa Ceballos descubrió que le habían abierto el cajón donde guardaba una copia del protocolo del INAH sobre la limpieza y conservación de monumentos prehispánicos.
Llovía a lo desesperado, mangas de agua azotando los cristales del automóvil, ratas flotando ahogadas, inundaciones en el Periférico, cloacas que escupían surtidores, calles inundadas llenas de hojas arrancadas por el agua a los árboles.
Dejó de llover un rato la tarde y las primeras horas de la noche del lunes, cuando una brigada fantasmagórica del INAH comenzó a recubrir Tláloc con una enorme manta para limpiarlo...
XIV
A
En la mañana del martes 13 de octubre, el director del Museo de Antropología e Historia volteó desde su ventana para contemplar el paso de los automóviles a través de los árboles.
Algo estaba fuera de lugar. Algo le faltaba al paisaje habitual. Desconcertado saltó de la silla para buscar una nueva perspectiva...
B
—A mí me gustaban las películas de vampiros, esas de Germán Robles, en las que había luchadores y gorditas en bikini.
—No, yo soy un comemierda y un intelectual, a mí me gustaban las de cine-club, y en blanco y negro — contestó Santiago.
Llovía a cántaros en Los Tecomates. Santiago y Benito caminaron hasta la puerta del garaje brincando los charcos, saltando el pequeño torrente que comenzaba a formarse a mitad de la calle.
—Está cabrona la lluvia, ¿verdad? —dijo el sindicalista.
—Está, está —dijo el escritor y vendedor de seguros, y apoyó la mano en la patita de la mole de piedra que asomaba por la puerta mal cerrada del garaje.
* Cuento tomado del libro del autor Sólo tu sombra fatal. México, Ediciones B, 2006. 281 p. Reproducido con permiso de la editorial.
1 Comments:
¿Los errores son del autor o de la editorial? A los puertorriqueños no les gusta que los llamen portorriqueños.
T. Rex
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