Monday, March 05, 2007

Abonando la utopía, por Xavier Rodríguez Ledesma


Abonando la utopía *

Xavier Rodríguez Ledesma

La preocupación porque no se lee,
o no se lee lo que se debiera es antiquísima.
Anne-Marie Chartier (1)


Durante una gira por Sonora el ferrocarril del presidente Álvaro Obregón se vio obligado a detenerse, pues pro­blemas existentes en la vía le impedían avanzar. Al ver que el asunto iba para largo, buscando refrescarse ya que la inclemencia del calor del desierto hacia imposi­ble mantenerse dentro de los vagones, Obregón decidió dar un paseo por los alrededores. No lejos encontró a un habitante de la zona con el cual entabló conversación. Con el transcurso de la plática el presidente se percató de que el sujeto, además de vivir en la más absoluta de las miserias, no sabía el nombre del lugar donde se en­contraban, es decir, no conocía cómo se llamaba el pue­blo donde había nacido, vivía y seguramente moriría. Sorprendido frente a tan sublime inopia, Obregón in­mediatamente giró instrucciones. Le ordenó a su secre­tario que en cuanto llegaran a la ciudad de México le enviaran al pobre hombre un ejemplar de La Divina Comedia y uno de los Diálogos de Platón, de la colección de clásicos que Vasconcelos acababa de editar.(2)

Sea verdad o no que la anécdota aconteció, ella ilustra fehacientemente varios de los mitos con los que los li­bros, la lectura y, en general, la palabra escrita han debido cargar durante la modernidad. Entre ellas destaco dos que constituyen los ejes más amplios de la mitología creada alrededor de este gran tema cultural contemporáneo, los cuales, sin duda y con urgencia, deben ser analizados críticamente en aras de poder ubicar en sus justos térmi­nos tanto el asunto de la carencia de un hábito de lectura en la sociedad (la existencia más bien de una cultura de no lectura), más cuanto las estrategias viables para crear posibles nuevos lectores si es que se llega a acordar, como parece coincidir la mayoría de los diletantes literarios ya existentes, que a ello debiéramos aspirar.

El primero de esos rubros se refiere a la forma de en­tender a la lectura de libros como un medio para lograr otros fines, es decir, buscar y/o crear un sentido eminen­temente utilitario a una práctica cultural, reduciendo a la lectura a ser una simple herramienta pedagógica. Dicha concepción está detrás de la gran mayoría de análisis y reflexiones sobre la necesidad de construir el hábito de leer en una sociedad que carece de él y se materializa en forma de enunciados contundentes —verdaderas sen­tencias flamígeras— del estilo: "hay que aprender a leer pues ello sirve para crecer", "leer ayuda a desarrollar una serie de habilidades metacognitivas", es necesario "leer para ser libre", "leer para saber", "leer para apren­der", "leer para educarse", "leer para acumular lecturas", "leer para...". En fin, una batería de frases hechas con las que se ametrallan los oídos de los oyentes cuando se aborda el tema de la lectura y sus bondades. El que en mu­chas ocasiones los que disparan tan contundentes apo­tegmas también carezcan del hábito de leer es lo de menos, simplemente se trata de repetir lo que se espera que un adulto responsable (llámese padre, madre, maestro(a), intelectual; funcionario(a), etcétera) diga cuando se le in­quiere sobre algo tan supuestamente importante para la cultura y la educación.

El segundo eje tiene que ver con la certeza rebosante de romanticismo y buenos deseos, compartida por multitud de individuos bienintencionados, de que tan sólo basta con acercar los libros a los sujetos (posibles lectores) para que éstos de manera automática y espontánea desarrollen el gusto, el interés y/o el placer por la lectura, convirtién­dose inmediatamente en degustadores del arte literario. No importa que la historia nos aporte múltiples ejemplos en contra de tal fe. El imaginario romántico que recrea la figura de un pueblo que hace suyas pilas de libros que hasta antes le eran insignificantes gracias a que a alguna buena alma se le ocurrió acercar tales artefactos a sus manos, no es más que eso, una ilusión extraída del abun­dante cuerno de las mejores intenciones, pero falaz en la realidad.

Ambas líneas se vinculan estrechamente. Son parte de una misma concepción sobre el ejercicio de la lectura que da pie al surgimiento de arrebatos febriles generadores de las más optimistas esperanzas, o bien a las más encendidas diatribas contra otros medios culturales y de comunica­ción. Veamos.

En el tono de la optimista esperanza se plantea que se­ría suficiente con que los libros entren en contacto con los individuos ignorantes de su existencia para que éstos, al conocerlos y observar sus dones y virtudes, se arrojen sin más al vicio de la letra escrita. Ello inexorablemente redundaría en que la anhelada redención social estaría al alcance de la mano, pues el problema tan sólo se re­duciría a diseñar y llevar a cabo una política eficiente de difusión del libro para que ese cambio cultural tan im­perioso pueda encontrar caminos de desarrollo. Obvio es que detrás de este tipo de ilusiones se halla la concepción, también falsa, de que el ejercicio de la lectura es un medio que por sí mismo garantiza la elevación del sujeto a niveles espirituales-intelectuales altamente positivos. Desafortunadamente, como veremos, el asunto no es tan sencillo. Si lo fuera, desde hace mucho tiempo —por lo menos desde mediados de los años veinte del siglo pasado, cuando se llevó a cabo la cruzada vasconcelista— ello se habría conseguido en nuestro país. Sin duda tal era el ánimo que imbuyó a Obregón para con­siderar, desde su ingenuidad cultural colmada de buenas intenciones, que era una excelente idea echar mano de esos redentores (los libros) que su gobierno estaba editando para ayudar a progresar, desarrollarse, cultivar­se, avanzar, etcétera, al miserable con el que platicó bajo el asfixiante sol del desierto sonorense.

Junto a lo anterior se despliega una vertiente hipercrí­tica de otras formas comunicativas. Ella se caracteriza por la urgente necesidad de encontrar a los culpables de la ausencia y/o disminución del hábito de lectura en la sociedad dentro del amplio espectro de las nuevas tec­nologías comunicativas y de entretenimiento existentes hoy en día. Hace décadas se identificó a la televisión como el enemigo fundamental, hoy en día a ella se han su­mado los videojuegos y el internet, entre otros.

Una significativa y curiosa paradoja suele asomar la cabeza, cuando con voz engolada, muchos críticos destrozan en sus discursos a estas herramientas de muy reciente aparición. No faltan quienes levanten la bandera de su necesaria contención o hasta erradicación ya que, al responsabilizarlas de eliminar el hábito de la lectura en la sociedad, se reestablecerían las condiciones necesa­rias para su recuperación y, por ende, la reconstrucción de un pasado edénico e idílico que en realidad jamás existió.

El ludismo, la destrucción de las máquinas por los obre­ros al inicio de la revolución industrial —pues a sus ojos ellas eran los enemigos responsables de la pérdida de sus empleos—, vuelve a hacer su aparición siglos después bajo una careta modernamente actualizada. Ahora los de­monios del futuro habrían encarnado en esos nuevos medios de comunicación y entretenimiento a los cuales, si no es posible destruir, por lo menos sería necesario man­tener a raya de la virginal doncella cultural constituida por las legiones de lectores que, de caer en aquellas terribles manos, se alejarían irremediablemente del buen y único camino legitimado para acceder a estadios su­periores de cultura y conocimiento: la lectura de libros.

La paradoja es aleccionadoramente simple: la lectura que —se afirma— debiera educar y enseñar, no cumple su cometido, pues este tipo de crítica, al hacer caso omi­so del conocimiento histórico, repite sin rubor los erro­res de apreciación sobre el devenir de la humanidad.

Acerquémonos un poco más a ambos ejes analíticos para repensar el asunto del papel contemporáneo del li­bro y, por ende, del fomento de la lectura hoy en día.

(1) Anne-Marie Chartier y J. Hébrard, Discursos sobre la lectura (1880-1980), Gedisa, España, 1994.

(2) John W. Dulles, Ayer en México, Fondo de Cultura Económica, Mé­xico, 1977, pp. 117-118.

* Fragmento del texto del autor en el libro de varios autores Abonando la utopía, México, Océano, Librerías Ganco Colorines y CONACULTA, 2006 (Col. Lecturas sobre lecturas). Reproducido con permiso del autor, quien con este escrito ganó el Primer Premio “Mauricio Achar el Señor de los libros” de ensayo sobre fomento a la lectura.


2 Comments:

At 4:12 AM, Blogger Mitos y Leyendas said...

En realidad comparto plenamente loe stablecido en el concepto: Historia-Lectura-mensaje-cultura-pertenencia- espacio individual- capacidad de incorporarse al fenómeno social, al concepto leer, le falta la capacidad de comprender lo que se lee, y es más a la anécdota le faltaría según mi opinión, preguntarse, ¿el señor sabría leer, ya que le enviarán libros, para que salga de su ignorancia?, creó fallida la postura, parte de un sofisma; quién no sabe leer, no podrá nunca insertarse en la sociedad moderna.
Saludos
Marco
Académico USACH - Chile

 
At 8:12 AM, Anonymous Anonymous said...

Sr. Ariel:
¿sería posible que me comunicara con usted vía email?
Imagino que se mueve usted en círculos editoriales. Me gustaría mostrarle algo de mi trabajo.
Rafael V.

 

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