Wednesday, January 31, 2007

Viaje al centro de la utopía norteamericana, por José Luis Orozco


Viaje al centro de la utopía norteamericana*

José Luis Orozco**
Los presupuestos de mi nuevo libro, Érase una utopía en América, desarrollan una interpretación no convencional de las disociaciones, los desencuentros y los antagonismos, ahora infranqueables, entre las dos revoluciones burguesas que hasta hace algunas décadas aparecían indistintas, casi gemelas, y que, dogmáticamente liberales e igualitarias, abrían una modernidad de la cual se desprendía la recreación racional de la historia. Planteado su deslinde desde varios años antes de la celebración de sus respectivos Bicentenarios, las luminarias consagradas de la inteligencia y la academia acababan contraponiendo ambos eventos, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, a la luz de las perspectivas totalitarias de las guerras mundiales, la Guerra Fría y el fin de la historia en vez de remitirse a las condiciones históricas del tiempo económico y político en que ocurrieron. La condición noratlántica y la épica revolucionaria que los dos movimientos celebraron como rasgo compartido en los textos escolares de historia universal moderna por alrededor de un siglo, sobre todo fuera de Estados Unidos, acabó desplomándose a favor de la llamada Revolución Americana. Al juzgar ésta como moral, intelectual y materialmente superior a aquélla, se ignoraron de plano las contradicciones sociales y geopolíticas albergadas en el interior de un desarrollo capitalista jamás homogéneo y, mucho menos, armonioso. Para el materialismo histórico, empero, el paralelismo histórico se había vuelto mecánico y no dialéctico, dogmático y no crítico. Al homologar la democracia burguesa en sus versiones estadounidense y francesa y remitir su origen a la Gloriosa Revolución inglesa, el marxismo también hizo caso omiso, por diferentes razones, de los grandes circuitos conservadores que, tanto en el nuevo país como en la Inglaterra del joven William Pitt, se oponían a cualquier impulso radical.

No es paradójico, por ello, que haya sido el conservadurismo el que, desde Edmund Burke, cuestiona las coincidencias radicales de dos eventos que tuvieron lugar en dos dimensiones históricas y geográficas asimétricas del capitalismo, por no mencionar sus atmósferas políticas y de clase. Luego, la literatura inglesa y la conservadora europea habrán de denunciar, a favor de Estados Unidos, la desmesura que implica incorporar a Francia en el exclusivo círculo de la democracia ejemplar, la liberal, indistinta tantas veces de la conservadora. Para caracterizar con mayor precisión los resultados de la independencia de Estados Unidos, y a partir de distintas posiciones economicistas, Arthur Schlesinger padre y Peter Drucker no dudaron, aquél en 1917 y éste en 1942, en aplicarles, guardando pocas reservas, el término de contrarrevolución conservadora. A ese término, no sin reticencias, me he adherido en otras ocasiones, sin aceptar plenamente sus connotaciones reaccionarias. Desde luego, la combinación de esas palabras envuelve una tautología, y de allí la necesidad de suprimir el segundo término y acudir a otro que contribuya a explicar por qué una clase dirigente cuya posición social inusitadamente privilegiada, y cuya proyección geográfica, tecnológica y económica aprovechaba todas las ventajas de Europa, opta por fórmulas intelectuales y anti-intelectuales, seculares y religiosas que, en última instancia, configuran una modernidad precaria, contradictoria.
Primera nación moderna, utopía de los modernos, primera nación universal, arquetipo democrático, ejecutora única del legado de la Ilustración, eje de la globalización: ¿cuántos y cuántos juicios se suman en los títulos y títulos que, año con año, exaltan sin el menor titubeo la excepcionalidad estadounidense y la depuran de cualquier tentación represiva, agresiva y reaccionaria, tentación vista, si acaso se menciona, como circunstancial y relativa, corregible por el curso saludable y superior de sus principios y sus fines últimos? No es ésta, por supuesto, la ocasión para confrontar o impugnar estos y otros calificativos que saltan dondequiera en las lecturas en lengua inglesa. Tampoco la de someter a examen teórico una modernidad cuyas cuotas de legitimidad, secularidad, racionalidad o normatividad podrían ocuparnos centenas de años y análisis de textos que, en los tiempos del unilateralismo, no podemos permitirnos perder. Menos todavía, la de dejarnos llevar por el juego de las opiniones sobre opiniones y las informaciones sobre informaciones que, más allá de las reiteraciones sobre reiteraciones de la historiografía profesional, se multiplican al infinito por el instrumental electrónico.

Como en otros trabajos, no interpreto los acontecimientos en función de los eventos contemporáneos y, menos aún, introduzco una categorización intelectual aceptada que, a fin de cuentas, lo compacta todo y deja todo por explicar. Ni izquierda ni derecha, ni progresismo ni reaccionarismo, ni todas las antítesis políticas que satisfacen al análisis foráneo de la realidad estadounidense, pueden explicar una ordenación capitalista cuya sustancial raíz europea se planta físicamente en el ámbito colonial y, sin romper su lógica inherente, se desarrolla en la América del Norte, con modalidades peculiares, en un sentido corporativo metropolitano. En el plano de la historia de las ideas políticas, esa indudable singularidad debe ser presupuesta, pero no tomarse como factor determinante o como simple infraestructura. Entre ella y sus formas de percepción y conversión política se dará el espacio donde los propios actores construyen la narración. A la vez, sin desestimar pequeños tratados y discursos prominentes, la tarea impone, por paradójico que se oiga, dejar de lado los órdenes narrativos sancionados y reciclados una y otra vez por la academia estadounidense. Las primeras preocupaciones del trabajo atenderán la voz y la escritura de los protagonistas políticos y sus intelectuales inmediatamente afines o lejanamente discordantes, y a ellas acudiremos en sus formas discursivas de proclamas, declaraciones, libelos, artículos, sermones, cartas, oficios o recopilaciones, cualquiera que sea su presentación editorial y su tipo de imprenta. No se espere, pues, un texto lógicamente compacto: espérese una narrativa de primera mano que, sin ceder a las tentaciones precipitadas de explicar la actualidad, deja que sean los propios protagonistas los que ocupen, por sí mismos y su quehacer histórico, un lugar en tiempo presente.

Privilegiar al actor político sobre el intérprete académico que, a pesar de sus alegatos de objetivismo, se vuelve apologista para publicar y promoverse universitaria y mediáticamente, conlleva riesgos nunca circunscritos, como en este caso, a la pertinente traducción del inglés del Siglo XVIII. La misma elección de un elenco significativo debe vérselas con un personaje corporativo al que la ortodoxia historiográfica sustrae de todo yerro moral y de largo plazo: el de los Padres Fundadores elevados a forjadores de los principios políticos más inmaculados de la historia. Una escritura biográfica-moral-heroica se ha encargado de disipar o sublimar sus divergencias a manera de que, en la singular dialéctica de los intereses y los principios, brille, a la par del pluralismo, un plan único y superior cifrado en la devoción desinteresada por la libertad. Si en la operación se da una concurrencia afortunada que hace de los Padres Fundadores una generación en última instancia homogénea y universalmente benévola, los conflictos más irreductibles en el interior del sistema son asignables a las figuras temperamentalmente opuestas de Thomas Jefferson y Alexander Hamilton. A ambos se atribuirán dos proyectos de nación y, en términos más forzadamente abstractos, una rivalidad ideológica que aproxima a aquél al ideario revolucionario francés y a éste a la monarquía constitucional inglesa. La confrontación entre republicanos y federalistas arroja, así, una supuesta dialéctica política nacional que apenas aporta alguna claridad al tortuoso binomio doctrinal del liberalismo y el conservadurismo.
La validez universal de esa distinción partidista tropieza de inmediato con lo que podríamos llamar las franjas ideológicas que configuran a ambos personajes, de ninguna manera simplificables al modo de la pretendida lógica del párrafo anterior. Ninguno, para comenzar, ofrece un discurso siquiera personalmente congruente desde la perspectiva intelectual y moral. El Jefferson de la Ilustración y la Revolución francesas, fisiócrata y demócrata, convive con el Jefferson esclavista, racista y expansionista, si no es que genocida. El Hamilton tradicionalista, elitista, militarista y represor de los Catilinas y los Césares que fatalmente engendra el gobierno popular, convive con el Hamilton capitalista, industrialista, corporatista y nacionalista. Contradictorios y complementarios, pragmáticos ambos, ¿cómo hablar de una ideología integral opuesta a otra ideología integral si, a fin de cuentas, son los intereses regionales y sectoriales de las clases dirigentes los que dictan las combinaciones doctrinales más aptas, y por fuerza heterogéneas en cada segmento político? A esa flexibilidad combinatoria súmese la teología política que, declarándose puritana y plural, coloca al Antiguo Testamento como una suerte de marco ideológico dúctil pero intransgredible una vez que las ideas modernas y seculares entran en contradicción con el sistema. La capacidad conciliatoria de ese mosaico de categorías fragmentarias, empero, no sería posible si éstas no actuaran como los medios partidistas en relación a fines empíricos compartidos cuya realización y consecución exigen una confrontación competitiva relativamente regulada por las élites.

Ciertamente, la antítesis entre Jefferson y Hamilton plantea más una oposición de medios que una de fines. Ninguno privilegia, por caso, la Razón de Estado sobre la Razón de Mercado, de no ser cuando la conveniencia requiere privilegiar alguna. Su pugna, no obstante, ilustra una coyuntura decisiva, nada insignificante en tanto de ella arranca no sólo un estilo político que mantiene a distancia las ideologías sino un compromiso final que configura al Estado como engranaje público y privado de dominio. Primera y última polarización ideológica, la de Hamilton y Jefferson, al desprenderse del viejo Estado piramidal, estamental y absolutista, anuncia una nueva cadena de mando estatal y un discurso político poliédrico cuyas caras se entrecruzan sin orden fijo. Aunque los fines compartidos estén ya dados en Hamilton y Jefferson por el expansionismo territorial y la todavía relativa subrogación imperial, el suyo será, en suma, un momento clave para determinar tanto la orientación material como la resistencia social y la perdurabilidad de un sistema de poder insertado en una modernidad todavía política y geopolíticamente eurocéntrica. Por ello, el texto que sigue no gira exclusivamente alrededor de ambos, a la usanza biográfica y exaltadora de la historia oficial. Que aparezcan dondequiera como las figuras más relevantes de esa época apenas si puede ponerse en tela de duda. Con todo, resaltarlos olvidando a las personalidades de poder, inteligencia y riqueza que los rodearon e influyeron, haría caer en el voluntarismo histórico que caracteriza los estudios galardonados de la academia estadounidense. Miembros de la generación excepcional que vive los primeros grandes debates, Jefferson y Hamilton, sus amigos y sus enemigos, son indispensables para incursionar en la construcción nacional, institucional, dinástica, clasista, racial y represiva que en esos años proyecta para la posteridad mundial una Razón de Estado jamás vista antes, la de la Seguridad Nacional.

* Texto tomado de Metapolítica, Núm. 51, Enero-febrero de 2007. Reproducido con permiso de los editores.
** Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM

Friday, January 12, 2007

Cuello blanco. Corbata roja, por José Othón Quiroz Trejo

Cuello blanco. Corbata roja*

José Othón Quiroz Trejo

Julio de 1972, a las puertas del trabajo

Acabo de regresar de mi primer viaje como auditor. Pasé una se­mana en Martínez de la Torre. Con calma me aproximo a las puer­tas de los elevadores. Hoy no tengo que checar tarjeta, por eso camino despacio entre los compañeros que están retrasados. Intencionalmente, me separo del grupo de los apresurados, a unos cuantos metros distingo una figura conocida, es Tomás, un activis­ta del comité de lucha de la Facultad de Comercio y Administra­ción. Entre 1970 y 1971 enfrentamos juntos a los priístas de la sociedad de alumnos y a los porros. En medio de una mayoría apática, formamos grupos culturales, sectas, células, núcleos y demás experimentos organizativos que se estilaban por aquellos años. Promovimos encuentros y desencuentros, fusiones y esci­siones para tratar de animar a una runfla de alienados que, como nosotros, vivían diariamente entre el trote y la franca carrera, de la casa al trabajo y del trabajo a la escuela. Sin tiempo para pensar en otras cosas que no fueran la partida doble, las declaraciones men­suales de impuestos, las nuevas corrientes de la mercadotecnia o las leyes generales de la administración.

En 1970 organizamos el Grupo Estudiantil Netzahualcó­yotl, el GEN. Engendro que nació después de varias noches cafete­ras en la casa de unos estudiantes tabasqueños y que aglutinó a los veteranos del comité de lucha que venían actuando desde 1968. El poeta de Texcoco también sirvió de parapeto para que las Boinas Rojas de Netzahualcóyotl realizaran sus actividades derechistas escudándose en una mexicanidad con olor a nazismo. En el GEN consideramos que el nombre del bardo podría acercamos a nues­tros refractarios compañeros, quitándonos el san-benito de "agitadores con ideas extranjerizantes". Éramos el colectivo más numeroso, añejo y conocido. Se nos acercaron otros grupos como el ABC, que bien podría haberse llamado DEF o ghi. Sus miembros eran jóvenes cristianos, fugitivos de alguna estudiantina. Después del primer encuentro les perdimos la pista. En orden de importan­cia numérica seguía el grupo Binomio, que, consecuente con su nombre, estaba integrado por dos maoistas que valían por mil: Tomás, el que ahora reparte volantes a las puertas de la financiera, y Toño, aquel que un día se atrevió a pintar todas las bardas y paredes de la Facultad, en heroica acción individual, a la mane­ra de las grandes proezas del presidente Mao, su entrañable mito inspirador.

El más pequeño de los grupos de aquella "coalición" de izquierda era el "tataranieto del ahuizote", integrado por un miem­bro: Gabino, conocido por sus túnicas de vampiro, su afición al periodismo y su puntualidad a las citas con extranjeras en busca de calor tercermundista. La máxima hazaña de este bronceado Nosferatu fue citarse con una británica en Trafalgar Square; "nos vemos en la plaza a la hora del té, de aquí a tres meses, iu nou mai diir..", prometió. Y lo peor de todo -o lo mejor- fue que en uno de sus arrebatos, se embarcó a Europa y esperó en aquella esquina a la inglesa que, puntualmente, llegó al encuentro ¿Realidad, leyen­da? Nadie se preocupó en averiguarlo, mantener el misterio fue un acuerdo tácito del colectivo.

Con la fuerza que nos daba el anonimato y la hiperactividad de una docena de individuos conseguimos poner de cabeza a la Facultad más conservadora y porril de la Ciudad Universitaria. El nuevo relevo vino después del jueves de Corpus Christi de 1971, fecha de la segunda represión contra estudiantes que regó sangre en el asfalto, en menos de tres años, por parte del gobierno de un partido con cuarenta años ininterrumpidos de ejercer el poder. Una nueva generación de militantes se dio a la tarea de darle continui­dad al comité de lucha. En inesperada asamblea protestamos con­tra la matanza del 10 de junio. Yo era el único veterano que venía del comité del 68, el puente entre aquella primera camada de inconformes y un nuevo contingente de militantes comandados por Javier Alvarado, un tepiteño carismático. En 1972, buena parte de ese grupo participó en la fundación del primer sindicato bancario del que él fue uno de sus dirigentes.

En medio de una militancia placentera y lúdica conocí al solemne Tomás. El mismo que continúa repartiendo volantes, se­guramente sobre el movimiento sindical de los trabajadores bancarios. Me detengo a unos pasos y observo a los potenciales receptores del escrito. Algunos lo rechazan como si el papel re­volución les quemara las manos, otros lo aceptan con reservas, lo apelmazan y lo guardan en sus bolsillos más cercanos. Además del temor a ser identificados como simpatizantes del sindicalismo, la prisa por llegar al reloj checador les impide leer el encabezado del panfleto. Están a punto de agotarse los minutos de tolerancia para no hacerse acreedores a un retardo. En cambio yo, aunque sea por un día, tengo el privilegio de contemplar lo que sucede sin apresuramientos, sin temor al reloj ni al castigo que acompaña al hecho de llegar con dieciséis minutos de retraso: "llamada de atención por escrito y, después de tres retardos, notificación del descuento de un día de sueldo, con copia para el expediente per­sonal. La reincidencia puede llegar a ser sancionada con el des­pido sin derecho a indemnización".

Los potenciales receptores de los volantes cada vez son más escasos. Tomás ya se percató de mi presencia. Me mira de reojo mientras se cuida de los policías bancarios. Cuando ve que éstos se van y ya no hay a quien repartirle los panfletos, me busca. Su expresión de sorpresa se transforma rápidamente en un gesto de autosuficiencia. Me mira con el aire de superioridad de quien parece decir: "heme aquí compañero, en la línea de fuego, en la vanguardia bancaria y tú ahí, paradote, sin hacer nada por el movimiento". Marcada la raya de la suficiencia militante, cuando nadie nos ve, con voz pastosa y grave, como queriendo grillar, se dirige a mí:

-Compañero Antón, ¿ya sabes cómo está la situación de nuestro movimiento?

-Qué onda Tomás, primero saluda- respondo mientras pienso: "claro que estoy al tanto: el sindicato de los bancarios ha sido reprimido. A unos cuantos días de su fundación, después del haber sido permitida su constitución -lo cual hizo que crecieran las esperanzas en el surgimiento de un nuevo sindicato democráti­co en un sector estratégico de la economía nacional-, sus organi­zadores fueron despedidos; justo cuando la banca privada soltó el crédito que necesitaba el gobierno para aliviar sus problemas en el campo. Así desapareció el Sindicato de Empleados de Institucio­nes de Crédito y Organismos Auxiliares. Para limpiar su imagen, el presidente del país reubicó en la banca pública a muchos de los sindicalistas despedidos de la banca privada. Apenas tenía unos días de haber sido contratado por la financiera, cuando los banqueros, con la complicidad del gobierno y los dirigentes obre­ros oficialistas, desarticularon el primer sindicato de trabajadores de la banca".

Pasados unos segundos de silencio, tratando de evitar una discusión inútil o un tedioso monólogo, decido ser complaciente y pregunto escuetamente:

-Está bien, vamos a ver maestrín, cuéntame cómo va el sindicato.

-Estamos avanzando, me cae que estamos avanzando com­pañero Campos. Mira, nuestro nivel organizativo se ha mejorado; nuestros cuadros más importantes se han recuperado; estamos en­trando en una nueva fase de la lucha. Sólo nos falta una vanguar­dia verdaderamente orgánica que nos aglutine. Nuestra línea es la correcta, y en la crítica y la autocrítica sentaremos las bases de nuestra recuperación -en ese momento Tomás levanta el índice y señala hacia el infinito-. Porque...

-¡Ya! Ya Tomás, ¡párale! A quién tratas de impresionar.

Es imposible ser paciente con este tipo. A la menor provo­cación se suelta un discurso interminable, no hay más remedio que interrumpir su letanía de rudo militante. Por sus gesticulaciones parece preparar otra embestida verbal que, afortunadamente, sólo queda en pregunta.

-¿Y tú, cuándo vas a organizar tu banco? No hay tiempo que perder, compañero.

-¡Caabrón! Cómo quieres que le entre si apenas tengo dos semanas de trabajar aquí. La gente ni me conoce ¡no ma­mes!-respondo irritado.

-Mira Campos, hay que entrarle ya. Pero con seriedad, necesitamos disciplina y organización. Sólo eso garantizará el logro de nuestras demandas mediatas e inmediatas. Eso y el pro­grama. ¡Sí pinche Antón!, el programa. Y no me mires así, no te burles. Tenemos que redoblar nuestros esfuerzos teóricoprácticos, y unir la lucha en los centros de trabajo con nuestra vida diaria, ser consecuentes. ¡Sí compañero! Ser consecuentes, no se vale estar haciéndole al organizador proletario y pasársela chupando en fiestas pequeño burguesas y cogiendo con gringas imperialistas, ya te conozco. Sí, ya te conozco, te hablo en serio. ¡Escúchame!

¡Puta madre! Había tardado en aparecer Tomás en su faceta de predicador, ahora emite su sermón: seriedad, disciplina, consistencia, abstinencia. Pretextos para justificar incómodos ce­libatos: condones ideológicos. Reglas para aquellos que en las fies­tas, en vez de bailar, recitan de memoria el libro rojo de Mao. El ­qué hacer y deber ser dictados por los nuevos sacerdotes. Tomás cruza los brazos, esperando mi respuesta. Decido acabar con el encuentro y la desagradable conversación.

-¡Cámara Tomás! Sigues igual de intolerante. Puro ro­llo. ¿No crees que ya estoy bastante crecidito como para que me vengas con regaños y posturas moralistas? No sé por qué pien­sas que voy hacerte caso. No tengo por qué rendirte cuentas. Si decido promover la sindicalización será a mi modo y a mi ritmo. Además, ya me tengo que ir, otro día platicamos con calma. Ahí la vemos.


Un verano en la comuna, agosto de 1972

La vida en la comuna transcurre en calma. Mario se pasa las tardes colocando ménsulas en las paredes de su cuarto, aco­modando libros y escribiendo cartas a Brenda, su amor californiano. Nació y creció en la colonia Portales, el barrio bravo del sur. Es el más tranquilo y terrenal de la comuna. Hijo de una mujer que dejó la belleza de sus mejores años en seis par­tos. Su padre es un hombre jovial, bien conservado y reventado maestro de un taller de mecánica automotriz. Mario también es el más apegado a la familia y a las costumbres de su barrio. Cada fin de semana almuerza con sus hermanos y hermanas; participa en las tertulias sabatinas del personal, clientes y ami­gos del taller de su padre; donde circulan las cubas y las botanas; los chistes y los albures a costa de quien se deje. Juega semanal­mente fútbol en el equipo de su calle y vuelve a la comuna para vivir su condición laboral de profesor de Física en un Colegio de Ciencias y Humanidades.

En otro cuarto, Julián lleva una semana de feliz enclaustramiento con una ninfa que llegó del Bronx y que se hace llamar Morning Star. Lo cautivó con su personalidad esquizoide. Por debajo de la puerta salen los aromas de patchuli, tabaco, incienso, sudores compartidos y orgasmos derrama­dos en siete días de sublime encierro. La sencillez de Mario contrasta con la superlativa complejidad de Julián. Erudición en la Física, en la Lógica Matemática y Dialéctica; autodestrucción y miedo a la muerte; avidez sexual y miedo a la entrega, se mezclan con la pereza para las tareas domésticas de este singular hijo de militar y partera. Como yo, él también nació en Tepito. El tesón obsesivo de una madre supertrabajadora y la pensión de un militar ilustrado lo llevaron a vivir en la fron­tera de la Portales con la colonia Narvarte, umbral geográfi­co entre un barrio bajo y un suburbio de clase media. Fugitivo de la represión militar y médica, fue el primero en salirse de su casa y poner un departamento. Por el momento está go­zando de cada segundo de su tiempo y de cada milímetro del cuerpo de su amante en turno.

Y yo, hijo de empleado federal congelado y una madre otorní. Antes de que yo cumpliera ocho años, ella regresaba a su tierra cada año, en las vacaciones de septiembre, con su único hijo, el nieto preferido de su padre. El abuelo fue la magia de mis años mozos, un viejo regordete que mataba las tormentas con los mo­vimientos de Su machete: nubes negras que se enroscaban, víboras de agua que el héroe de mi infancia destruía. Murió, y ya no tuve más contacto con el campo. La tierra rosada del pueblo donde nació mi madre dejó de ser fértil: se convirtió en roca y ella, que había huido de allí a temprana edad, no tuvo más motivos para regresar. A los trece años se había fugado con mi padre, su maestro de español y de otras cosas. Soy tepiteño de nacimiento, tlalpeño por adopción; apasionado amante, romántico militante; contador sin vocación y cronista burlón de pequeñas experiencias. Decoro mi recámara. Termino de pintar en la pared el respaldo imaginario de una alcoba celestial, con dos siluetas desnudas que se tocan con los hombros y cabezas. Dos figuras con las dimensiones de mi cuerpo y el de Ann, recargadas sobre una armadura de barrotes retorcidos, de donde penden anónimas pecadoras que juguetean con querubines y ninfas perseguidas por centauros. Barroquismo psicodélico, pintado con colores fosforescentes sobre un fondo azul obscuro.

Con el último trazo escucho la voz de Julián, quien sale de su cuarto rumbo al baño, con la satisfacción sexual reflejada en el rostro y en la boca un cigarro a medio fumar. Me saluda:

-Hola maestro, y eso qué es - pregunta señalando la pared.

-Una sorpresa para Cuando llegue Ann.

-¿Y cuándo viene?

-No sé. Ha escrito poco y, la neta, no estoy seguro de que venga. I

-Cómo no sabes. ¡Puta madre! Y qué, ¿te la vas a pasar solo el fin de año? ¡Ya pídele que se defina! Mientras son peras o son manzanas, yo que tú, ya estaría buscando otra pareja, que tal si a la mera hora Ann te deja colgado de la brocha.

-Sí cabrón pero así eres tú, yo funciono diferente, maestro. Qué quieres, así es esto de los amores por correspondencia- res­pondo sin convicción, pensando que en parte tiene razón y, al mis­mo tiempo, abrigando la esperanza de que, a última hora, llegue la carta o la llamada de larga distancia que anuncie su visita.

-Bueno maestro, es tu pedo. Yo nomás decía. Buenas noches- Julián reacciona con la calma que acompaña a esa plenitud que nace de un sexo complacido.

-Buenas.

Julián entra en el baño mientras apago la luz del cuarto y me tiendo sobre el colchón que yace sobre una alfombra de yute amarilla con adornos en un vigoroso naranja. Las grecas y los di­bujos de la cabecera brillan con la luz negra, el humo del incienso serpentea y las sombras tiemblan con el parpadeo de las velas per­fumadas. Las apago y me acomodo en la cama. Mi mente comien­za a descansar al escuchar Europa de Carlos Santana.

Es cierto, Ann se muestra indecisa en sus cartas. Vacila sobre su posible paso por México a su regreso de un largo viaje a Inglaterra. Así es ella, imprevisible y ubicua. Un cálido sábado del mes de febrero del año pasado nos conocimos. Bastaron una invi­tación a una fiesta, una noche de baile, un concierto de jazz, una película en el Cine Club del Instituto Francés de América Latina, algunas pláticas agudas, extensas y profundas, varios fajes en un vetusto auto compacto o en la entrada de la casa de asistencia don­de vivía, para prendemos y prendamos. Después de la primera entrega ya no fueron suficientes los fines de semana para saciar los mutuos deseos acumulados. Ann alquiló un departamento adonde cualquier lugar se convertía en oportuno tálamo. Vivimos cuatro eromóticos meses en Coyoacán. En junio regresó a Nueva York para estudiar una maestría. En el aeropuerto nos despedimos sin saber qué iba a pasar con nuestra relación.

Pasaron cuatro meses de intercambio epistolar. Nunca imaginé tantas variantes para hacer atractiva una carta de amor. Había cartas perfumadas, con besos estampados, con fotogra­fías, con dobleces para mantener el suspenso; con diferentes tin­tas sobre diversas texturas y colores de papel. Tampoco pensé que una hoja escrita con palabras coloquiales y aromatizada con su fragancia preferida pudiera producir una erección. Aquellas misivas hicieron que olvidara los mitos escépticos sobre el amor a larga distancia. A mediados de octubre recibí una sorpresiva visita de Ann. Por aquellos días el Kamasutra había desbancado a Marx como lectura favorita de los miembros de la comuna. Leímos varias versiones del libro con avidez, fue tal la Kamasutromanía que acabamos comprando un cartel para re­cordar sus posiciones más conocidas. Lo pegamos en la puerta del baño y, poco a poco, fue cubriéndose con tachaduras y enmendaduras resultado de la experimentación. No sé si fueron las enseñanzas ancestrales de los hindúes o la pasión almacena­da durante cuatro meses, pero ese fin de semana rodamos por horas sobre un colchón sin fin, entre almohadas escurridizas y sábanas ondulantes. Horas para acariciar una piel clara cubierta de finos vellos dorados y aspirar su dulce aroma a Shalimar de Guerlain; horas interrumpidas por las explosiones sincronizadas de nuestros cálidos estallidos. Aquellos tres días sellaron un pac­to sin palabras. Volvió en diciembre, entonces prometí devolver la visita y en el mes de febrero me fui a Nueva York, sin grandes proyectos, sólo para reconocemos y rodar sobre el satín de las camas de su mundo; con atmósferas impregnadas con nuestras emanaciones y un magma de pensamientos y quehaceres identi­ficados. Desde entonces no la veo.

Estoy comenzando a dormir. Su rostro, su cuerpo y sus piernas lucidoras bajo la minifalda que más le favorece se proyec­tan en algún punto de mi mente. Vendrá: ¡seguro! A lo lejos, escu­cho un requinto, llorón y relajante. Ann desaparece tras los reflejos del lente de una cámara contra el sol. A las siete de la mañana del siguiente día, tengo que salir a trabajar. La música se extingue; no sé sí cierro los ojos, desconecto el cerebro o realizo ambas cosas simultáneamente. Balbuceo: vendrá, sé que vendrá.

* Fragmento de la novela del autor Cuello blanco. Corbata roja, México, Eón, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 2005. 343 p. Reproducido con permiso del autor.

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