Sunday, November 25, 2007

Reflexiones en, desde, por y para la política, por Carlos Castillo Peraza


Reflexiones en, desde, por y para la política*

Carlos Castillo Peraza


Creo que debo iniciar estas palabras con alguna nota quizá insoportablemente autobiográfica. Comencé mi vida laboral en el ámbito del periodismo provinciano y batallador. La necesidad material, las penurias familiares, la admiración por algunos periodistas muy verticales y muy buenos escritores, el gusto y el deseo de escribir como ellos me llevaron a una redacción. Simultáneamente, la militancia en una organización juvenil católica que se esforzaba por dar a sus miembros conciencia cívica y compromiso con el bien común alimentaron mi modo de ejercer el periodismo. Ya frente a la máquina de escribir, fui descubriendo que me hacía falta algo más que hambre, sentido apostólico, disponibilidad para actuar en la polis y bien escribir para cumplir bien la tarea. Entonces decidí estudiar filosofía. Quería disponer de un mejor instrumental para ser mejor periodista. Eso era todo.

Por caminos inusitados, pude llegar a la Escuela de Filosofía de la UNAM. Tuve maestros por más de una razón inolvidables a los que estaré agradecido siempre. También compañeros estupendos. Uno de ellos es Luis Salazar, cuyo talento y destreza para el pensamiento ordenado reconocí y reconozco y respeto hasta la fecha. Él hizo el favor de invitarme a este evento. Su invitación me sorprendió porque me encontró en el torbellino de la política militante y partidista, lejos de la academia. Mis palabras, el día de hoy, no podrían tener ni tienen la estructura técnica que este foro de filósofos merece y a la que la calidad de sus participantes obliga.

1. Luis Salazar, al hacer el favor de invitarme, tuvo a bien plantearme mi participación en términos algo kantianos. "Debes decirnos —indicó—, desde tu perspectiva, qué se puede esperar de la política". Voy a intentar presentar ante ustedes una respuesta. Apelo a su amable comprensión.

Quisiera señalar, antes de comenzar, que para mí la política no es asunto de reflectores, sino de reflexión. Podría decir, con mi maestro Philibert Secretan, que para mí filosofía y política se esclarecen mutuamente y que, en su relación, vivida como una tensión especialmente por quienes tenemos al mismo tiempo el carácter de aficionados a aquélla y militantes en ésta, es posible afirmar que la filosofía es una política del pensamiento, y la política una filosofía de la acción. Que, además, los políticos estamos obligados a desarrollar una muy filosófica "voluntad de verdad" (la expresión es de Xavier Zubiri) para no caer en la sofística, en la demagogia, en el dogmatismo o en el afán de ser noticia, y menos en la de convertir a la palabra en instrumento perverso de la imposibilitación de la relación humana y de la edificación de una sociedad en permanente proceso de construcción, para el bien temporal de todos sus miembros. Permítanme citar in extenso al propio Zubiri:

El filósofo español nos dice que, en el proceso intelectivo, nos encontramos ante dos posibilidades: "Una, la de reposar en las ideas en y por sí mismas como si fueran el canon mismo de la realidad; en el límite, se acaba por hacer de las ideas la verdadera realidad. Otra, es la posibilidad inversa, la de dirigirse a la realidad misma, y tomar las ideas como órganos que dificultan o facilitan hacer cada vez más presente la realidad en la inteligencia. Guiada por las cosas y su verdad real, la inteligencia entra más y más en lo real, logra un incremento de la verdad real. El hombre tiene que optar entre estas dos posibilidades, es decir, tiene que llevar a cabo un acto de voluntad: es la voluntad de verdad" (El hombre y Dios, Madrid, Alianza Editorial, 1985).

No sé si he tenido buen éxito, pero he optado por la segunda de estas zubirianas posibilidades.

2. ¿Qué se puede esperar de la política? Comienzo por recordar el 1984 de Orwell, el héroe, durante la tortura a que es sometido, pregunta a su verdugo si el Big Brother verdaderamente existe. El torturador pide a la víctima que le explique qué es eso de "existencia verdadera", y ésta le precisa que es existir "como existo yo mismo", a lo que el verdugo responde: "¿como tú? Pero si tú no existes..."

Creo que lo que debe poderse esperar de la política es, precisamente, que haga posible que todos existamos, que a nadie se arroje, primero teórica y luego prácticamente, al hoyo negro del no-ser. Me parece que la historia político-cultural va bordada de concepciones según las cuales hay hombres que son verdaderamente y hombres que no son tales. En consecuencia, creo que de la política puede y debe esperarse que renuncie a constituirse en ámbito desde el cual se decide quién es hombre y quién no lo es. Dicho de otro modo, hay que pugnar porque la política no sea el espacio desde el que se define lo que es el hombre, sino el lugar en el que todos los hombres reales puedan discutir acerca de su ser, sin matar ni matarse; en el que de algún modo compitan sin violencia las diversas definiciones posibles del ser del hombre, de la sociedad, de la nación, del Estado, del gobierno, del poder. Que sea el ámbito en el que las supuestas o reales racionalidades interactúen razonablemente, en respeto y libertad, sin riesgos de Auschwitz, Siberias, paredones, escuadrones de la muerte, "fraudes patrióticos", quemas en efigie, etcétera.

3. Con lo anterior quiero decir que me adhiero a la visión de la política y la democracia sostenida por Mounier: "la institucionalización del diálogo" (Communisme, anarchie et personalisme, Seuil, París, 1966). Diálogo que tiene como premisa, como axioma, que los ciudadanos, cada uno de ellos y todos ellos, son personas, y, negativamente, que no hay no-personas, que no hay simples "momentos" sin existencia real en la sociedad y en la historia; que el otro es siempre otro como yo, otro yo respetable y digno, libre y amigo. Otro de mis maestros, Santo Tomás de Aquino, me sirve aquí de guía: Omnis homo omni homini naturaliter amicus (Suma contra gentiles, III, 77, BAC, Madrid, 1968). De la política así entendida, me parece que puede y debe esperarse la construcción de una sociedad de amistad. En algún trabajo que escribí hace años, en una etapa más académica que política, me refería a esto de la manera siguiente: "Platón, que veía en los amigos a enemigos potenciales de las tiranías ilustradas que algún tiempo lo fascinaron, no erró el blanco, puesto que además escribió que no había verdadera amistad sino en la búsqueda común de la verdad y del bien. Y el hombre fue hecho para la amistad; sólo haciendo de su prójimo una abstracción ('enemigo', 'asesino', 'burgués', etc.) puede odiarlo, es decir, concebir a la comunidad como espacio en el que otro no tiene lugar posible y, en el límite, suprimirlo…” (El ogro antropófago, Epessa, México, 1990).

4. No quisiera verme ingenuo ni ser visto como tal. Sé que en el mundo, en la historia, en la política se dan hechos que merecen el nombre de males. No es necesario disponer de un microscopio electrónico para descubrirlos. Pero tengo la convicción de que no se trata de males inevitables como pueden serlo los terremotos o los ciclones. Precisamente porque pienso que los otros no son como yo, me parece que se trata de males evitables, puesto que son males que seres como yo producen y generan en otros hombres como ustedes y como yo. De allí mi convicción de que de la política puede y debe esperarse que sea un instrumento de los hombres para suprimir hasta donde sea posible los males que los hombres nos hacen unos a otros, es decir, los males evitables. De allí mi convicción de que la política debe tener como fin organizar el ámbito de la vida humana común y temporal de manera que el hombre no hiera al hombre, ni de palabra ni de obra, ni por acción ni por omisión.

5. Esta visión podría asimismo calificarse de utópica, en el sentido de que la utopía fuese "el sueño metódico de una razón derrotada" (Secretan) o “la esencia por todas partes y la existencia por ningún lado" (ibid). De algún modo es utópica, en la medida que lo utópico es el telos de la acción humana en el tiempo. Pero el telos es también causa final que atrae y que convoca a la acción concreta y reflexiva que pone los escalones hacia lo deseable. No es la perfección contemplada que inmoviliza o, al menos, no debe serlo. Así lo entiende el dicho popular que afirma que lo mejor es enemigo de lo bueno, o Maritain que, en su filosofía teológica de la historia, recuerda al profeta Habacuc, quien señala que el diablo siempre va adelante de Dios proponiendo lo óptimo para que ni siquiera se haga lo bueno (Filosofía de la Historia, Troquel, Buenos Aires, 1971).

Desde esta perspectiva, me parece adecuado sugerir que de la política puede y debe esperarse una modestia que conduzca a ir haciendo lo bueno, para aproximarse a lo óptimo tanto como sea posible en el tiempo y con los medios falibles e imperfectos con que nos es dable contar. No es humano imponer el ideal por medio de la coacción, como lo hemos podido comprobar en este siglo. El diálogo racional, razonable y respetuoso exige reflexión, energía y paciencia, pero no resignación. Las voluntades de verdad tienen que pasar por encontrarse y confrontarse antes de que puedan descubrir sus respectivos calores, sus comunes denominadores y sus posibilidades de coedificación política. No es fácil pasar de una cultura y una cultura política de la guerra a una de la paz. Pero Yael Dayán, la hija del general judío llamado Moshe, acaba de decir al respecto algo de una gran lucidez y sensatez: son preferibles todos los problemas de la paz a uno solo de los problemas de la guerra.

Más allá del diálogo y de la visión del hombre que desde mi punto de vista lo sostiene, quisiera abundar en la noción mounieriana de la institucionalización, como propósito fundamental de la política. Ésta debe ser, precisamente, ideación y diseño comunes de instituciones, de leyes. Trabajo intelectual y político que establezca los marcos en que se ejerce el derecho de la diferencia, y el deber de la construcción común del espacio y la acción políticos. Tarea central es ésta. Trabajo de convencimiento de las conciencias: de agrupación, formación y organización de conciencias convencidas; labor de aproximación de las personas y los grupos diferentes, para que diseñen los pasos comunes para el futuro común; laborío de "carpintería política", modesto y constante, que encarna en obras y prácticas los ideales; obra de inteligencia y de acción en la que es imprescindible la convicción de que en el diferente hay parte de lo valioso común. Parte, es cierto. De allí la necesidad de que las partes —partes, partidos— se sepan partes y se asuman y actúen como tales, desde una autocomprensión como todo, no hay diálogo ni interlocución ni obra común posibles. Las partes, entendidas como tales, constituyen un todo que finalmente es mayor que la suma de aquéllas. En cambio, los "todos" sólo pueden edificar una suma menor que la de las partes. Idear y construir, con paciencia, humildad y perseverancia instituciones, es también algo que debe poder esperarse de la política.

7. Hay tres figuras políticas en la historia del pensamiento que mueven a la reflexión. Sigo aquí de nuevo a Philibert Secretan: se trata de las del sofista, el dogmático y el burgués (Autorité, pouvoir, puissance, L'Age d^Homme, Lausanne, 1969).

El sofista identifica la razón o la verdad con la fuerza, y para él, el lenguaje es sólo un mecanismo de autoproducción, de generación de más lenguaje sin relación con la realidad; un instrumento del poderío. La realidad son las palabras del más fuerte. El dogmático identifica —creo que aquí aparece Hobbes— su verdad con la verdad y la impone como justificación de un imperio sobre todos, en nombre de la supresión del conflicto de todos contra todos. Lo mismo da, para los dos casos, que sean verdades supuestamente eternas o sólo y pragmáticamente trienales o sexenales. El burgués identifica su afán posesivo o sus posesiones materiales con la verdad o la razón. Sofista, dogmático o burgués no sólo puede ser un hombre, sino también un grupo de hombres e incluso un Estado. Los tres confunden la simultaneidad con la semejanza, y de algún modo condenan al hombre que quiere conocer la verdad, construir el símbolo o puente entre los hombres, a beber la cicuta, su actividad destruye el symbolon ("symballo" quiere decir "yo reúno", "yo junto", "yo hago coincidir"), es decir, el nexo, el vínculo. Se vuelve así diabólica ("diablos" es "el que separa", "el que siembra discordia", "el que calumnia"). Romper el puente entre palabra y realidad conduce a fracturarlo entre hombre y hombre, es condenarnos al silencio o al estrépito estériles, autistas, apolíticos; utilizar la palabra para esto es renunciar al logos que es, al mismo tiempo, sonido y razón. Es hacer irracional a la política, es arrojarla a la pura acción, al juego de fuerzas y de intereses, al choque de egoísmos. Es hacerla violenta porque quedaría reducida a actos sin logos. Es sofisticarla, dogmatizarla y aburguesarla, condenarla no a la búsqueda del bien común temporal, sino del mal común.

Sugiero que, desde la filosofía, es preciso contribuir a que la política sea un ámbito de reflexión, libre ejercicio responsable de la razón, razonable intercambio de razones, respetuosa búsqueda de puentes, amistosa coedificacíón de respuestas y de soluciones —de instituciones— que sirvan a todos porque no envilecen a nadie. Tal vez la política y los políticos no podamos dar para tanto, pero es allí donde los que son, por oficio o por vocación, hombres de razón raciocinante, puedan ayudamos y, así, ayudarse. No podremos esperar nada, o podremos esperar muy poco de la política, si la razón no espera ni confía en sí misma, si ustedes no creen en la razón, si ustedes renuncian a la voluntad de verdad y a exigir, desde esta voluntad, que la política y los políticos nos convirtamos al "logos común de los hombres despiertos", que no sueñan que el otro no es, sino saben que es y es digno de respeto. Cuando Goya escribió que "el sueño de la razón produce monstruos" no sé qué quiso decir. Pero, si monstruo es "prodigio" o "amonestación divina", bien puede imaginarse que las racionalidades sin razonabilidad, es decir, incapaces de comunicarse y construir, parten de la idea de que mi razón me convierte en "prodigioso" o en "divino amonestador", en ángel único frente a demonios innumerables. De la política debe esperarse —con el auxilio del pensamiento— que se sepa, se quiera y se realice como obra de hombres, débiles quizá, "cañas, pero cañas que piensan" que diría Pascal. Esta convicción completa de las flaquezas y las fortalezas propias de lo humano y de los humanos, tal vez deba llegarle a la política desde la filosofía, a los políticos desde los filósofos. Como político, ojalá que transitorio en cuanto tal, espero de mis hoy alejados colegas de academia ese punto de socrática ironía que ayuda a ponernos a todos en nuestro lugar, a combatir en la propia alma y en la propia acción, la tentación de las tentaciones humanas: la desmesura. Sólo construye en la historia el que está convencido de que no es la historia misma. Alguien tiene que decirnos a los políticos que no lo somos.

* Fragmento del libro del autor El porvenir posible. Estudio introductorio y selección de Alonso Lujambio y Germán Martínez Cázares. México, Fondo de Cultura Económica, 2006. 668 p. Reproducido con permiso de la editorial.

Sunday, November 04, 2007

Fomento de la democracia en casa, por Noam Chomsky


FOMENTO DE LA DEMOCRACIA EN CASA*

NOAM CHOMSKY

Es posible que el concepto del fomento de la democracia en casa se antoje extraño o incluso absurdo. Al fin y al cabo, Estados Unidos fue la primera sociedad (más o menos) democrática y desde entonces ha servido de modelo para otras. Además, en muchas dimensiones cruciales para la auténtica democracia —la protección de la libertad de expresión, por ejemplo— se ha convertido en el líder entre las sociedades del mundo. Existe, sin embargo, un buen número de motivos para la preocupación, algunos de los cuales ya han sido mencionados.

La preocupación no nos es desconocida. El especialista más destacado que se concentra en la teoría y práctica democráticas, Robert Dahl, ha escrito sobre características seriamente indemocráticas del sistema político estadounidense, y ha propuesto modificaciones. La «teoría de la inversión» de la política de Thomas Ferguson es una inquisitiva crítica de unos factores institucionales más profundos que restringen de manera acusada la democracia efectiva. Lo mismo puede decirse de las investigaciones de Robert McChesney sobre el papel de los medios en el menoscabo de la política democrática, hasta el punto de que para el año 2000 las elecciones presidenciales se habían convertido en una «farsa», concluye, con un efecto recíproco en el deterioro de la calidad de los medios de comunicación y su servicio al interés público. La subversión de la democracia por medio de las concentraciones de poder privado es, desde luego, un fenómeno familiar: los comentaristas de las corrientes mayoritarias observan de pasada que «la empresa ejerce un control absoluto sobre la maquinaria de gobierno» (Robert Reich), haciéndose eco de la observación de Woodrow Wiison, días antes de asumir el cargo, cuando dijo que «los amos del Gobierno de Estados Unidos son los capitalistas y fabricantes combinados de Estados Unidos». El más destacado filósofo social norteamericano del siglo XX, John Dewey, concluyó que «la política es la sombra que proyecta la gran empresa sobre la sociedad» y seguirá siéndolo mientras el poder resida en «la empresa para el beneficio privado a través del control privado de la banca, la tierra y la industria, reforzado por el dominio de la prensa, las agencias de noticias y otros medios de publicidad y propaganda». En consecuencia, las reformas no bastarán. Es necesario un cambio social fundamental para conseguir una democracia efectiva.

«EL NUEVO ESPÍRITU DE LOS TIEMPOS»

El sistema político que es objeto de esas críticas presenta algún parecido con el diseño inicial, aunque sus artífices a ciencia cierta se hubieran mostrado espeluznados ante muchas alteraciones posteriores, en particular el activismo judicial radical que concedió derechos correspondientes a las personas a las «entidades legales colectivistas» (corporaciones), derechos que se ampliaron mucho más allá de los de las personas de carne y hueso en recientes acuerdos económicos internacionales (mal llamados «acuerdos de libre comercio»). Cada paso de ese tipo constituye un grave atentado contra los principios liberales clásicos, la democracia y los mercados. Por si fuera poco, la ley exige que las «personas» inmortales e inmensamente poderosas que se han creado padezcan deficiencias morales que entre la gente real se considerarían patológicas. Un principio nuclear del derecho corporativo angloamericano es que deben dedicarse con entrega absoluta a su propio interes material. Se les permite hacer «buenas obras», pero sólo si éstas ejercen un impacto favorable en su imagen y, por ende, en sus beneficios y cuotas de mercado. En ocasiones los tribunales han ido más allá. El Chancery Court de Delaware observó que «los tribunales contemporáneos reconocen que, a menos que las corporaciones acarreen una parte creciente de la carga de sostener las causas caritativas y educativas [...], las ventajas empresariales que la ley otorga en la actualidad a las corporaciones bien podrían demostrarse inaceptables para los representantes de una opinión pública soliviantada». Los poderosos «medios de publicidad y propaganda» de los que hablaba Dewey deben movilizarse para garantizar que una «opinión pública soliviantada» no llegue a entender el funcionamiento del sistema estatal-corporativo.

El más influyente de los artífices, James Madison, articuló el diseño inicial con claridad. Sostenía que el poder debería estar en manos de «la riqueza de la nación [...] el conjunto más capaz de hombres». De las personas «sin propiedad ni esperanza de adquirirla», reflexionó a finales de su vida, «no puede esperarse que simpaticen con sus derechos lo bastante para ser depositarios seguros del poder sobre ellos». Los derechos no son los de la propiedad, que no tiene derechos, sino de los propietarios de la propiedad, que en consecuencia debían tener derechos adicionales más allá de los asignados a los ciudadanos en general. En su «determinación de proteger a las minorías de las vulneraciones de sus derechos por parte de la mayoría», observa el insigne especialista en Madison, Lance Banning, «está absolutamente claro que le preocupaban muy en especial las minorías propietarias de entre el pueblo». Madison no podía ignorar la fuerza de la observación de Adam Smith cuando dijo que «el gobierno civil, en la medida en que fue instituido para la seguridad de la propiedad, se instituye en realidad para la defensa de los ricos contra los pobres, o de aquellos que tienen alguna propiedad contra quienes carecen de ninguna». Advirtiendo a sus colegas de la Convención Constitucional sobre los peligros de la democracia, Madison les pidió que se plantearan lo que sucedería en Inglaterra «si las elecciones estuvieran abiertas a todas las clases de personas». En ese caso la población utilizaría su derecho de voto para distribuir la tierra con mayor equidad. Para impedir semejante injusticia, recomendaba disposiciones «para proteger de la mayoría a la minoría de los opulentos», que a renglón seguido se pusieron en práctica.

El problema planteado por Madison era antiguo, pues se remonta al primer clásico de la politología, la Política, de Aristóteles. De entre la variedad de sistemas que analizó, Aristóteles consideraba la democracia «el más tolerable», aunque por supuesto tenía en mente una democracia limitada de hombres libres, de modo muy parecido a lo que haría Madison dos mil años más tarde. Aristóteles reconocía defectos en la democracia, sin embargo, entre ellos el que Madison expuso a la convención. Los pobres «ansían los bienes de sus vecinos», observaba Aristóteles, y si la riqueza está concentrada en pocas manos, utilizarán el poder de su mayoría para redistribuirla con mayor equidad, lo que sería injusto: «En las democracias debería salvaguardarse a los ricos; no sólo no debe dividirse su propiedad, sino que también sus ingresos [...] deben ser protegidos [...] Grande es pues la buena fortuna de un Estado en el que los ciudadanos tengan una propiedad moderada y suficiente; porque donde unos poseen demasiado, y otros nada, puede surgir una democracia extrema», que no reconoce los derechos de los ricos y tal vez se deteriore incluso más allá.

Aristóteles y Madison plantearon en esencia el mismo problema, pero llegaron a conclusiones opuestas. La solución de Madison era restringir la democracia, mientras que la del griego consistía en reducir la desigualdad, mediante lo que equivaldría a programas de Estado de Bienestar. Para que la democracia funcione adecuadamente, sostenía, «deberían pues tomarse medidas que concedan [a todas las personas] una prosperidad duradera». La «recaudación de los ingresos públicos debería acumularse y distribuirse entre sus pobres» para permitirles «adquirir una pequeña granja o, cuando menos, abrirse paso en el comercio o la agricultura», junto con otros medios, tales como «comidas comunes» con costes sufragados por la «tierra pública».

En el siglo que siguió a la fundación del sistema constitucional estadounidense, las luchas populares ampliaron en gran medida el alcance de la democracia, no sólo mediante cambios políticos como la ampliación del derecho al voto, sino también estableciendo el concepto mucho más trascendental de que «el trabajo autodirigido definía al demócrata», un principio que en siglo XIX se adoptó como «la norma para todos los hombres», escribe el historiador Robert Wiebe. El trabajo asalariado se consideraba poco distinto a la esclavitud. Hacia mediados del siglo XIX, los trabajadores denunciaron con indignación el sistema industrial en auge que los obligaba a convertirse en «humildes súbditos» de «déspotas», reducidos a un «estado de servidumbre» con «una aristocracia adinerada que se cierne sobre nosotros como una poderosa avalancha que amenaza con la aniquilación a todo hombre que se atreva a cuestionar su derecho a esclavizar y oprimir a los pobres y desafortunados». Deploraban «el nuevo espíritu de los tiempos: acumular riqueza, olvidándolo todo menos a uno mismo» como un cruel ataque a su dignidad, libertad y cultura.

Han hecho falta ingentes esfuerzos para intentar alejar tales sentimientos del pensamiento, para lograr que la gente aceptara «el Nuevo Espíritu de los Tiempos» y el hecho —en palabras de Woodrow Wilson— de que «la mayoría de los hombres son sirvientes de las corporaciones [...] en un Estados Unidos muy distinto del antiguo». En ese nuevo Estados Unidos —«que ya no es un escenario de empresa individual [...], oportunidad individual y medro individual»— «pequeños grupos de hombres al mando de grandes corporaciones ejercen un poder y control sobre la riqueza y las oportunidades empresariales del país». A medida que el proceso cobraba fuerza, socavando mercados y libertad, la era del «autogobierno» tocaba a su fin, escribe Wiebe. «Las luces se fueron apagando en el gran escaparate de la democracia decimonónica», prosigue, un proceso espoleado por «el impulso hacia la conformidad y el control que se expresaron en el patriotismo guerrero [de la Primera Guerra Mundial], el Terror Rojo [de Wilson]» y otros instrumentos «para reglamentar a la clase baja».

Si bien la lucha popular con el paso de los siglos ha cosechado muchas victorias para la libertad y la democracia, el progreso no sigue una trayectoria ascendente regular. Ha existido un ciclo regular de progreso bajo presión popular, seguido de una regresión cuando los centros de poder movilizan sus considerables fuerzas para invertirlo, al menos en parte. Aunque con el tiempo el ciclo tiende a ser ascendente, a veces la regresión llega hasta el punto en que la población queda marginada casi por completo en seudoelecciones, cuyos ejemplos más recientes serían la «farsa» de 2000 y la farsa más extrema si cabe de 2004.

MESIANISMO DEMONÍACO

Los comentarios iniciales de este capítulo repasaban parte de la crítica a la democracia capitalista de los estados «corporativizados», en su variedad relativamente estable. Sin embargo, en reacción específíca a las políticas de la Administración Bush, se han expresado preocupaciones más inminentes, en ocasiones de un modo que tiene pocos o ningún precedente. Voces cautelosas de las publicaciones especializadas han cuestionado la mismísima «viabilidad [...] del sistema político de Estados Unidos» a menos que pueda afrontar las amenazas a la supervivencia que suponen las actuales políticas. Hay quien ha recurrido a analogías nazis al hablar del Departamento de Justicia de Bush; otros han comparado las políticas de la Administración con las del Japón fascista. Las medidas que en la actualidad se están utilizando para controlar a la población también han despertado amargos recuerdos. Entre quienes recuerdan bien se cuenta el distinguido erudito en historia alemana Fritz Stern. Comienza un reciente repaso de «el descenso desde la decencia a la barbarie nazi en Alemania» con el comentario: «Hoy en día, me preocupa el futuro inmediato de Estados Unidos, el país que dio acogida a los refugiados germanoparlantes en la década de 1930», él incluido. Con implicaciones para el momento presente que ningún lector puede pasar por alto, Stern repasa la demoníaca apelación de Hitler a su «misión divina» como «salvador de Alemania» en una «transfiguración seudorreligiosa de la política» adaptada a «las formas cristianas tradicionales», dirigiendo un Gobierno dedicado a «los principios básicos» de la nación, con «el cristianismo como fundamento de nuestra moralidad nacional y la familia como base de la vida nacional». La hostilidad de Hitler hacia el «estado laico liberal», compartida por gran parte del clero protestante, impulsó «un proceso histórico en el que el resentimiento contra un mundo laico desencantado halló alivio en la escapada extática de la sinrazón».

No debería olvidarse que el rápido descenso a las simas de la barbarie tuvo lugar en un país que era el orgullo de la civilización occidental en las ciencias, la filosofía y las artes; un país que antes de la propaganda histérica de la Primera Guerra Mundial muchos politólogos estadounidenses habían considerado un modelo de democracia. Uno de los intelectuales más prominentes de Israel, Amos Elon, en la actualidad exiliado por voluntad propia a causa del declive social y moral de su país, describe a la comunidad judía alemana de su juventud como «la elite laica de Europa. Eran la esencia del modernismo: líderes que se ganaban la vida con la potencia de sus cerebros y no la de sus músculos, mediadores y no trabajadores de la tierra. Periodistas, escritores, científicos. De no haber tenido todo un final tan horrible, hoy en día cantaríamos las alabanzas de la cultura de Weimar. La compararíamos con el Renacimiento italiano. Lo que sucedió allí en los ámbitos de la literatura, la psicología, la pintura y la arquitectura no se produjo en ninguna otra parte. No se había visto nada parecido desde el Renacimiento». No es un juicio irrazonable.

Quizá quepa recordar que los nazis tomaron prestadas sus técnicas de propaganda de las doctrinas y prácticas empresariales que tuvieron sus pioneros ante todo en las sociedades angloamericanas. Esas técnicas se basaban en el recurso a «símbolos y consignas» sencillos con «impresiones reiteradas hasta la saciedad» que apelan al miedo y otras emociones elementales al estilo de los anuncios comerciales, observa un estudio contemporáneo. «Goebbels reclutó a la mayoría de los publicistas comerciales más destacados de Alemania para su Ministerio de Propaganda» y se jactaba de que «utilizaría métodos publicitarios estadounidenses» para «vender nacionalsocialismo» de un modo muy parecido a como la empresa intenta vender «chocolate, pasta de dientes y medicamentos». Esas medidas cosecharon un éxito pavoroso a la hora de propiciar el repentino descenso de la decencia a la barbarie que Fritz Stern describe con una ominosa advertencia.

El mesianismo demoníaco es un instrumento natural para los grupos dirigentes que se encuentran en el extremo del espectro en cuanto a su dedicación a los intereses a corto plazo de reducidos sectores de poder y riqueza y a la dominación global. Hace falta una ceguera voluntaria para no ver cómo esos compromisos orientan la actual política estadounidense. La opinión pública se opone caso tras caso a las metas perseguidas y los programas aplicados. Eso provoca la necesidad de movilizar a las masas, empleando las habilidades de las enormes industrias que han sido creadas en una sociedad dirigida por la empresa para influir en las actitudes y las creencias. La necesidad de tales medidas ha adoptado una especial importancia en las últimas décadas, un periodo sumamente inusual de la historia económica estadounidense. Cuando los programas de corte neoliberal empezaron a cobrar forma en la década de 1970, los salarios reales de Estados Unidos eran los más altos del mundo industrial, como era de esperar en la sociedad más rica del mundo, con ventajas incomparables. En la actualidad la situación ha experimentado un cambio radical. Los salarios reales de la mayoría en gran medida se han estancado o han menguado, y hoy en día se acercan al nivel más bajo entre las sociedades industriales; el sistema de prestaciones, relativamente débil, también ha decaído. Las rentas se mantienen tan sólo ampliando los horarios laborales mucho más allá de los de sociedades parecidas, a la vez que la desigualdad ha crecido de manera vertiginosa. Todo ello supone un drástico cambio respecto del cuarto de siglo anterior, cuando el crecimiento económico fue el más alto que se recuerda para un periodo prolongado y también igualitario. Los índices sociales, que avanzaron paralelos al crecimiento económico hasta mediados de los setenta, después se alejaron de ellos, hasta caer hasta los niveles de 1960 para el año 2000.

Edward Wolff, el más destacado especialista en distribución de la riqueza, escribe que «las condiciones de vida se estancaron en la década de 1990 para los hogares estadounidenses de la zona intermedia, mientras que los rápidos avances en riqueza e ingresos de la elite tiraron con vigor de las cifras medias». De 1983 a 1998, la riqueza media del primer 1 por ciento aumentó en «un espectacular 42 por ciento», mientras que el 70 por ciento más pobre «perdió el 76 por ciento de su (muy modesta) riqueza». Concluye que incluso «el boom de los noventa se ha saltado a la mayoría de estadounidenses. Los ricos han sido los principales beneficiarios», en una continuación de las tendencias que se remontan a finales de los setenta, La dedicación de la Administración Bush a la riqueza y el privilegio aceleró esas tendencias y condujo a una gran subida de «los beneficios empresariales, las rentas profesionales, las ganancias de las inversiones y la compensación a ejecutivos», mientras que, para mediados de 2005, «los salarios horarios medios para los trabajadores de la producción con cometidos no supervisores» todavía tenían que alcanzar el punto más bajo de la recesión de 2001. Los datos de la Oficina del Censo para 2004 revelaron que, por primera vez que se recuerde, las rentas de los hogares dejaron de crecer durante cinco años seguidos. La renta media real previa a los impuestos alcanzó su punto más bajo desde 1997, mientras que la tasa de pobreza aumentó por cuarto año consecutivo, hasta el 12,7 por ciento. Los ingresos medios de los trabajadores a jornada completa «descendieron significativamente» en el caso de los hombres, en un 2,3 por ciento. La desigualdad siguió aumentando hasta «cotas casi históricas», sin incluir «los ingresos procedentes de paquetes de acciones, que aumentarían más aún la desigualdad», dada la concentración extremada de la propiedad de acciones. El Departamento de Trabajo recoge una caída adicional de los salarios reales en 2004 para la mayoría de los trabajadores, aparte de un pequeño porcentaje de los muy cualificados. El economista Dean Baker afirmó en octubre de 2005 que «la economía atravesó su periodo más largo de pérdida de empleo desde la Gran Depresión tras la recesíón de 2001. La proporción de puestos de trabajo por población sigue estando casi dos puntos porcentuales por debajo de su nivel anterior a la recesión. Utilizando la recuperación del mercado laboral como unidad de medida, la economía nunca ha sido menos fuerte en todo el periodo posterior a la guerra».

La cifra de personas que pasan hambre porque no pueden permitirse comprar comida creció hasta superar los 38 millones en 2004; un 12 por ciento de los hogares, un aumento de 7 millones en cinco años. En el mismo momento en que el Gobierno hacía públicos esos datos, el Comité de Agricultura de la Cámara de Representantes aprobó la retirada de la financiación para los vales de comida de 300.000 personas y recortó las comidas y desayunos escolares de 40.000 niños, tan sólo una de muchas ilustraciones.

Los resultados se aclaman como «economía sana» y modelo para otras sociedades. Se trata a Alan Greenspan con reverencia por haber estado a la cabeza de esos logros, que él atribuye en parte a «una contención atípica en los aumentos de las compensaciones [que] parece ser consecuencia ante todo de una mayor inseguridad laboral», evidente desiderátum de una economía sana. Es posible que en efecto el modelo carezca de muchos precedentes en cuanto a su efecto perjudicial para la «población subyacente» aparejado con los beneficios para las «personas sustanciales», según la ácida terminología de Thorstein Veblen.

Para mantener a raya a la población subyacente ante las realidades cotidianas de sus vidas, el recurso a la «transfiguración seudorreligiosa» es un instrumento natural, que explota características de la cultura popular que han divergido acusadamente del resto del mundo industrial durante mucho tiempo y que se han manipulado con fines políticos en especial desde los años de Reagan.

Otro instrumento que se aprovecha con regularidad es el miedo a la destrucción inminente a manos de un enemigo de ilimitada maldad. Se trata de percepciones con un profundo arraigo en la cultura popular estadounidense, acompañadas por la fe en la nobleza de propósito, donde esto último es lo más cercano a una idea universal que proporciona la historia. En un revelador análisis de la cultura popular desde sus inicios, Bruce Franklin identifica temas destacados tales como el «sindicato angloamericano de la guerra» que impondrá su «dominio pacífico e ilustrado» amenazando con la «aniquilación» a quienes se interpongan, llevando «el Espíritu de la Civilización» a los pueblos atrasados (1889). También repasa la llamativa elección de demonios a punto de destruirnos, por lo general aquellos a quienes los americanos estaban aplastando bajo sus botas: indios, negros y obreros chinos, entre otros. Entre los participantes en esos ejercicios se contaron destacados escritores progresistas, como Jack London, quien en 1910 escribió un texto en una publicación popular donde abogaba por el exterminio de los chinos mediante la guerra bacteriológica para atajar su nefasta conspiración secreta para arrollarnos.

Sean cuales sean las raíces de esas características culturales, a los dirigentes cínicos les resulta fácil manipularlas, a menudo de modos que cuesta creer. Durante los años de Reagan, se suponía que los estadounidenses debían encogerse de miedo ante las imágenes de los sicarios libios que pretendían asesinar a nuestro líder, una base aérea en la capital mundial de la nuez moscada que Rusia podía utilizar para bombardearnos, el feroz ejército nicaragüense a apenas dos días de Harlingen, Tejas, los terroristas árabes que acechaban por todas partes, la delincuencia callejera, los narcotraficantes hispanos... cualquier cosa que pudiera sacarse a colación para movilizar el apoyo a !a siguiente campaña en casa y en el extranjero, por lo común con víctimas nacionales para acompañar a las de otros países, que sufrían golpes mucho mayores.

* Fragmento del libro del autor Estados fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia. Traducción de Gabriel Dols. Barcelona, Ediciones B, 2007. Reproducido con autorización de la editorial en México.

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