Sunday, March 11, 2007

Los Who, por Nik Cohn


Los Who*
Nik Cohn

Seguramente los Who constituyen el último gran intento de superpop. Quiero decir con esto que la mayoría de la gente a la que uno llama pop dejó de serlo hace ya tiempo: abandonaron la música teen para dedicarse a algo soi-disant, más serio; los Who, sin embargo, se han mantenido fieles.

Son inteligentes, musicales y continúan progresando, pero también son provocadores y actúan con todo el ruido y el absurdo de un viejo grupo de rock & roll. Hacen buena música a la vez que son pop. Esto es casi una contradicción terminológica, pero así es.

Al principio vivían todos en el barrio londi­nense de Shepherd's Bush y eran mods.

Los mods aparecieron al principio de los sesen­ta y alcanzaron su punto culminante en 1964. En gran parte eran una reacción contra la rudeza de los teds en los cincuenta.

Los mods eran pequeñas y extrañas criaturas, muy pulcras y delicadas, que montaban en moto, mascaban chicle y tragaban cientos de píldoras. La ropa les preocupaba más que ninguna otra cosa, y todo el dinero que conseguían lo gastaban en po­nerse guapos.

Fueron ellos los que primero crearon Carnaby Street, hacia 1962 o 1963, y acostumbraban cambiarse de ropa cuatro y más veces al día. Era un asunto duro que exigía una gran dedicación. Si le sorprendían a uno con el jersey de la noche anterior, estaba perdido. (Hacia 1964 los mods se mar­charon de Carnaby Street.)

El mundo mod era estrictamente masculino. Se les veía pasear por las calles en grandes tribus, sin dirección fija y con las olvidadas chicas a re­molque detrás de ellos. Bailaban solos, sumergidos profundamente en maravillosos sueños narcisistas. No sonreían y cuando había un espejo en el club hacían cola para mirarse. Posaban, hacían gestos, se ponían chulos y se embriagaban de sí mismos.

Los mods eran un nuevo paso en la decadencia, pero era un trabajo duro, intenso, realmente obse­sivo, y este es el ambiente propicio para el buen pop.

Shepherd's Bush era una de las principales ci­tas de los mod y los Who se convirtieron en el gran conjunto mod. Lo primero, porque sonaban altísi­mo: en el escenario se movían entre grandes forta­lezas de amplificadores y producían ese tipo de ruido que enturbia los ojos, que duele y que le des­troza a uno.

Su violencia no tenía límites: Pete Townshend acostumbraba estrellar su guitarra contra los am­plificadores, haciéndola astillas, y los amplificado­res chillaban realimentados, aullaban y explotaban. Roger Daltrey, que cantaba, solía lanzar el micró­fono como si fuera un lazo contra los tambores; Keith Moon tocaba la batería con veinte brazos, la boca abierta y los ojos perdidos, debatiéndose co­mo un salvaje, y John Entwistle, que tocaba el bajo como Bill Wyman, aburrido a más no poder, y su­jetaba a los demás para que no se dispersasen.

Otras veces Townshend movía el brazo en un círculo lento como de molino, cogía su guitarra como una metralleta y comenzaba a pasearse de un lado a otro del escenario segando una a una todas las caras del público; la gente del final de la fila se encogía de miedo tratando de esconderse. No querían morir. Al final, el escenario parecía un campo de batalla, todo sembrado de trastos de la batería, guitarras deshechas, trozos de amplifica­dor y lleno de humo. Todo el mundo sudaba. Por aquellos tiempos, los Who eran verdaderamente salvajes.

Y lo segundo porque tenían imagen.

Caprichosos y degenerados todos ellos, solían actuar como niños mimados, cogían rabietas, se es­cupían los unos a los otros y en escena se pegaban. Eran brutales. Bueno, mejor dicho, eran simple­mente tontos. Resultaban odiosos para casi todo el mundo y provocaban continuas peleas. Gastaban un montón de dinero en ropa. Pete Townshend solía gastarse unas ochenta libras semanales sim­plemente para ir discreto. No eran guapos, pero tenían estilo.

Desde un principio, Pete Townshend fue el que acaparó toda la atención.

Su padre había tocado en una orquesta de bai­le y él mismo había estado rondando siempre por ese ambiente. Escribía canciones. Tenía la nariz totalmente desproporcionada y no le hacía ningu­na gracia. Según explicó más tarde, de niño se ha­bían reído mucho de ella y pensó que tal vez cuan­do fuera mayor se podría vengar de algún modo, haría que su nariz saliera en todos los periódicos, la gente tendría que tragársela. Y así lo hizo. Y cuando salía al escenario y ametrallaba a su públi­co, tal vez fuera ridículo, pero él lo vivía, tenía ver­dadera rabia.

Siempre habría conseguido dirigir, fuera como fuese, un conjunto pop y sacarle adelante y hacerle triunfar. Tenía ese tipo de magnetismo que nunca puede fallar.

Encontró a Daltrey, Entwistle y Moon y se lla­maron los Hi-Numbers.

Era por 1963 cuando todo el mundo estaba con el rollo del R & B, pero ellos utilizaban una mezcla de canciones de Townshend y cosas de la Tamla Motown, todo muy avanzado para aquellos tiempos, y fueron buenos desde el principio.

En tales circunstancias aparecieron Kit Lam­bert y Chris Stamp. Lambert era hijo del compo­sitor Constant Lambert y había estudiado en Lancing y Trinity, Oxford. Stamp era hijo de un funcionario del puerto y hermano de Terence, el actor.

Los dos se habían dedicado anteriormente al cine y habían tenido bastante éxito como ayudan­tes de dirección. Lo que tenía que pasar pasó, se encontraron, se hicieron amigos y decidieron ha­cer algo juntos.

Lambert era insomne y extrovertido, muy inte­ligente y demasiado generoso. Stamp era duro, ló­gico y casi despiadado. Formaban una buena com­binación. Se complementaban perfectamente el uno con el otro. Y sucedió que un día escucharon a los Hi-Numbers en la trastienda de cierto pub, les gustó mucho y se hicieron sus mánagers. Siempre ha resultado ser un management poco serio y bas­tante ridículo. Lambert es neurótico. Townshend es neurótico. Keith Moon es neurótico. Casi todos ellos son maniáticos y casi todos ellos en extremo brillantes, y desde hace años difícilmente ha trans­currido una semana sin que algo grave mera a su­ceder. O los Who iban a deshacerse, o los Who iban a dejar a Lambert-Stamp, o Lambert-Stamp iban a dejar a los Who, o cada uno se iba a ir por su lado de forma desconsiderada.

Naturalmente, nunca sucedió nada de esto. Llegó a convertirse en una especie de Coronation Street en pop (Lambert como Elsie Tanner v Townshend como Annie Walker) y toda la panto­mima ha sido siempre la puesta en escena más in­geniosa y cómica del pop inglés. ¿Por qué? Pues porque tenían gracia, porque eran inteligentes y nunca dejaban decaer la atención.

Townshend era un intelectual y Lambert hablaba como si lo fuera. Entre los dos analizaron a los Who y empezaron a decir cosas ingeniosas de ellos. Si los Who destrozaban sus instrumentos, usaban feedback y actuaban como simios, ¿era aquello violencia? Por supuesto que no: aquello era autodestrucción.

Del mismo modo, si llevaban chaquetas hechas con la bandera de Inglaterra aquello no podía lla­marse extravagancia, aquello se llamaba pop art. Ni más ni menos, pop art.

Naturalmente todo era puro cuento, pero lo hacían muy bien, hablaban con gran seriedad e hi­cieron muchísima publicidad. Fue un verdadero golpe. ¿Pop art? Desde luego. Los Who eran avant garde y cada martes por la noche la armaban gorda en el Marquee. Eran los grandes héroes mod y continuaron arrojando bombas de humo, peleándo­se y destrozando todo lo que se les ponía por delan­te. Todo imagen, eran destructores y sustituyeron a los Rolling Stones como anarquistas número uno.

Para colmo, Pete Townshend había comenza­do a escribir escalofriantes canciones.

Usaba siempre el mismo sistema, el mismo que ha empleado desde entonces: se pone a sí mismo en el lugar de un teenage y este chico es el prototipo del mod de Shepherd's Bush, un poco callado, un poco agresivo y un poco desconcertado y confuso. Las canciones trataban de sus problemas, de sus depre­siones e inseguridades, y Townshend lo hacía a la perfección, tenía imaginación y era muy listo y diver­tido, lo reflejaba todo exactamente tal y como era:

I’m a substitute for another guy,
I look pretty tall but my heels are high.
The simple things you see are all complicated,
Look pretty young but I’m just backdated,
Yeah...

Soy el sustituto de otro chico,
parezco bastante alto pero mira mis tacones.
Las cosas más sencillas que puedas encontrar
siempre son complicadas,
parezco bastante joven y sin embargo ya estoy gas­tado,
Yeah...

A menudo sus canciones encerraban grandes implicaciones, pero nunca quedaban flojas; super­ficialmente siempre eran agudas y brillantes. Nada de rollos y sermones; Townshend lo mantenía to­do muy sincero y real, y desde Eddie Cochran ha sido él el que mejor ha hecho la crónica de las vi­das de los teenagers.
.
«My Generation» era típica. El mod trata de jus­tificarse a sí mismo, quiere replicar a todos aquellos que le desprecian, pero ha tomado demasiadas píldo­ras y no puede concentrarse bien. Se limita a balbu­cear. Está harto y desesperado pero no puede decir por qué, no puede articular palabra, y cuanto más se lo propone más tartamudea y más se embarulla:

People try to put us down
Just because we get around,
Things they do look awful cold,
Hope I die before I get old.

La gente trata de hundirnos
simplemente porque existimos,
todo parece horriblemente frío,
ojalá que me muera antes de llegar a viejo.

Naturalmente, Townshend no era como este héroe mod, pero Roger Daltrey, sí. Daltrey no tenía un pelo de tonto pero no teorizaba; lo que más le gustaba eran las chicas y los coches, no era muy coherente y Townshend le usaba como portavoz.

De hecho les usaba del mismo modo a todos ellos. Él era los Who.

Les daba los hits hechos, les hacía ganar dinero, les hacía famosos y a cambio les usaba y les formaba a su imagen y semejanza. Siempre han sido como una fantasía de Pete Townshend hecha realidad.

Él mismo ha sido arrogante, generoso, presun­tuoso, cruel, leal, honrado, complicado, siempre muy inteligente. Se ha quedado con su espantosa nariz, pero ha llegado a aceptarla. Le han salido bien las cosas.

De todos modos, y volviendo un poco a la his­toria, los Who tuvieron hits. No tuvieron números uno, pero se mantuvieron constantemente entre los diez primeros. Acabaron por sentirse a salvo y hasta dejaron de pegarse puñetazos unos a otros. Se institucionalizaron como cualquier otro grupo y perdieron encanto. Los mods desaparecieron y por 1967 eran ya un grupo totalmente establecido, casi tanto como los Beatles o los Stones, casi tan vistos e ignorables como todo eso. Sencillamente se ha­bían convertido en sólidos ciudadanos.

Después de tres años de duros esfuerzos consi­guieron al fin triunfar en América y desde enton­ces pasaron la mayor parte del tiempo fuera de Inglaterra, dando conciertos y haciéndose ricos.

Siempre que se les encontraba estaban descon­tentos: todavía continuaban con los mismos golpes de siempre, pero ya no quedaban tan atroces como antes, sonaban pasados. Al final hasta empezaban a ser aburridos.

Pero no importa: Townshend seguía siendo igual de bueno.

En mi opinión, es el mejor compositor que ha producido el pop inglés, el más perceptivo y el más original. Es el único de los grandes que se ha man­tenido cerca de lo que verdaderamente significa el pop. No se ha montado nunca en ningún vagón de música postDylan y siempre se ha preocupado y ha trabajado para un público estrictamente teen. Es el único que no ha escrito nada pretencioso, y cierta vez le apoyé para que produjese algo realmente grande. Hasta ahora yo diría que aún no ha llega­do al límite de sus posibilidades. En sus buenos tiempos tuvo quizá una media docena de geniali­dades («My Generation», «Substitute», «Mary Anne With The Shaky Hand», «I'm a Boy», «Tattoo», «I Can See for Miles»), pero siempre ha te­nido demasiadas prisas y demasiado trabajo para reflejar toda la calidad de la que él es capaz en un ál­bum entero. Por ejemplo, cuan­do se propusieron hacer su último álbum, The Who Sell Out, Townshend pensó que había que convertirlo en un anuncio de enormes proporciones, en un anuncio fantásti­co y desmadrado, lleno de tintineos, mensajes ur­gentes y canciones publicitarias, todo ello hecho lo más rápido, vulgar y ruidoso que fuera posible.

Evidentemente podría haber sido maravilloso, incluso podría haber sido la obra maestra del pop, pero por aquella época Townshend tenía que ac­tuar en América y no contó con el tiempo necesa­rio para planearlo. Fue una pena, la mitad del dis­co fue brillante y la otra mitad una porquería.

Así es que no hago predicciones. Tengo mis re­servas acerca de si él podrá o no reunir medios adecuados para hacer algo grande, pero si lo consi­gue tiene talento suficiente para dominar el pop inglés de los próximos diez años.

NOTA. Desde que escribí este capítulo, los Who han justificado un montón de las cosas que yo es­peraba de ellos. Han sacado un álbum de su actua­ción en escena, Live At Leeds, que es simplemente el mejor disco en vivo del pop. Pete Townshend ha escrito una ópera pop, proyecto que soñaba desde hacía años, y ha sido brillante. Particularmente, dos de las canciones, «Pinball Wizard» y «We're Not Gonna Take It», son tan buenas como cual­quier otra cosa de las que ha escrito, lo cual quiere decir que son tan buenas como cualquier otra cosa escrita por cualquiera desde Chuck Berry.
* Fragmento del libro del autor Awopbopaloobop Alopbamboom. Una historia de la música pop. Traducción de Silvia Palacios Ucelay y Manuel Arroyo Stephens. Madrid, Punto de Lectura, 2004. Reproducido con permiso de la editorial.

Monday, March 05, 2007

Abonando la utopía, por Xavier Rodríguez Ledesma


Abonando la utopía *

Xavier Rodríguez Ledesma

La preocupación porque no se lee,
o no se lee lo que se debiera es antiquísima.
Anne-Marie Chartier (1)


Durante una gira por Sonora el ferrocarril del presidente Álvaro Obregón se vio obligado a detenerse, pues pro­blemas existentes en la vía le impedían avanzar. Al ver que el asunto iba para largo, buscando refrescarse ya que la inclemencia del calor del desierto hacia imposi­ble mantenerse dentro de los vagones, Obregón decidió dar un paseo por los alrededores. No lejos encontró a un habitante de la zona con el cual entabló conversación. Con el transcurso de la plática el presidente se percató de que el sujeto, además de vivir en la más absoluta de las miserias, no sabía el nombre del lugar donde se en­contraban, es decir, no conocía cómo se llamaba el pue­blo donde había nacido, vivía y seguramente moriría. Sorprendido frente a tan sublime inopia, Obregón in­mediatamente giró instrucciones. Le ordenó a su secre­tario que en cuanto llegaran a la ciudad de México le enviaran al pobre hombre un ejemplar de La Divina Comedia y uno de los Diálogos de Platón, de la colección de clásicos que Vasconcelos acababa de editar.(2)

Sea verdad o no que la anécdota aconteció, ella ilustra fehacientemente varios de los mitos con los que los li­bros, la lectura y, en general, la palabra escrita han debido cargar durante la modernidad. Entre ellas destaco dos que constituyen los ejes más amplios de la mitología creada alrededor de este gran tema cultural contemporáneo, los cuales, sin duda y con urgencia, deben ser analizados críticamente en aras de poder ubicar en sus justos térmi­nos tanto el asunto de la carencia de un hábito de lectura en la sociedad (la existencia más bien de una cultura de no lectura), más cuanto las estrategias viables para crear posibles nuevos lectores si es que se llega a acordar, como parece coincidir la mayoría de los diletantes literarios ya existentes, que a ello debiéramos aspirar.

El primero de esos rubros se refiere a la forma de en­tender a la lectura de libros como un medio para lograr otros fines, es decir, buscar y/o crear un sentido eminen­temente utilitario a una práctica cultural, reduciendo a la lectura a ser una simple herramienta pedagógica. Dicha concepción está detrás de la gran mayoría de análisis y reflexiones sobre la necesidad de construir el hábito de leer en una sociedad que carece de él y se materializa en forma de enunciados contundentes —verdaderas sen­tencias flamígeras— del estilo: "hay que aprender a leer pues ello sirve para crecer", "leer ayuda a desarrollar una serie de habilidades metacognitivas", es necesario "leer para ser libre", "leer para saber", "leer para apren­der", "leer para educarse", "leer para acumular lecturas", "leer para...". En fin, una batería de frases hechas con las que se ametrallan los oídos de los oyentes cuando se aborda el tema de la lectura y sus bondades. El que en mu­chas ocasiones los que disparan tan contundentes apo­tegmas también carezcan del hábito de leer es lo de menos, simplemente se trata de repetir lo que se espera que un adulto responsable (llámese padre, madre, maestro(a), intelectual; funcionario(a), etcétera) diga cuando se le in­quiere sobre algo tan supuestamente importante para la cultura y la educación.

El segundo eje tiene que ver con la certeza rebosante de romanticismo y buenos deseos, compartida por multitud de individuos bienintencionados, de que tan sólo basta con acercar los libros a los sujetos (posibles lectores) para que éstos de manera automática y espontánea desarrollen el gusto, el interés y/o el placer por la lectura, convirtién­dose inmediatamente en degustadores del arte literario. No importa que la historia nos aporte múltiples ejemplos en contra de tal fe. El imaginario romántico que recrea la figura de un pueblo que hace suyas pilas de libros que hasta antes le eran insignificantes gracias a que a alguna buena alma se le ocurrió acercar tales artefactos a sus manos, no es más que eso, una ilusión extraída del abun­dante cuerno de las mejores intenciones, pero falaz en la realidad.

Ambas líneas se vinculan estrechamente. Son parte de una misma concepción sobre el ejercicio de la lectura que da pie al surgimiento de arrebatos febriles generadores de las más optimistas esperanzas, o bien a las más encendidas diatribas contra otros medios culturales y de comunica­ción. Veamos.

En el tono de la optimista esperanza se plantea que se­ría suficiente con que los libros entren en contacto con los individuos ignorantes de su existencia para que éstos, al conocerlos y observar sus dones y virtudes, se arrojen sin más al vicio de la letra escrita. Ello inexorablemente redundaría en que la anhelada redención social estaría al alcance de la mano, pues el problema tan sólo se re­duciría a diseñar y llevar a cabo una política eficiente de difusión del libro para que ese cambio cultural tan im­perioso pueda encontrar caminos de desarrollo. Obvio es que detrás de este tipo de ilusiones se halla la concepción, también falsa, de que el ejercicio de la lectura es un medio que por sí mismo garantiza la elevación del sujeto a niveles espirituales-intelectuales altamente positivos. Desafortunadamente, como veremos, el asunto no es tan sencillo. Si lo fuera, desde hace mucho tiempo —por lo menos desde mediados de los años veinte del siglo pasado, cuando se llevó a cabo la cruzada vasconcelista— ello se habría conseguido en nuestro país. Sin duda tal era el ánimo que imbuyó a Obregón para con­siderar, desde su ingenuidad cultural colmada de buenas intenciones, que era una excelente idea echar mano de esos redentores (los libros) que su gobierno estaba editando para ayudar a progresar, desarrollarse, cultivar­se, avanzar, etcétera, al miserable con el que platicó bajo el asfixiante sol del desierto sonorense.

Junto a lo anterior se despliega una vertiente hipercrí­tica de otras formas comunicativas. Ella se caracteriza por la urgente necesidad de encontrar a los culpables de la ausencia y/o disminución del hábito de lectura en la sociedad dentro del amplio espectro de las nuevas tec­nologías comunicativas y de entretenimiento existentes hoy en día. Hace décadas se identificó a la televisión como el enemigo fundamental, hoy en día a ella se han su­mado los videojuegos y el internet, entre otros.

Una significativa y curiosa paradoja suele asomar la cabeza, cuando con voz engolada, muchos críticos destrozan en sus discursos a estas herramientas de muy reciente aparición. No faltan quienes levanten la bandera de su necesaria contención o hasta erradicación ya que, al responsabilizarlas de eliminar el hábito de la lectura en la sociedad, se reestablecerían las condiciones necesa­rias para su recuperación y, por ende, la reconstrucción de un pasado edénico e idílico que en realidad jamás existió.

El ludismo, la destrucción de las máquinas por los obre­ros al inicio de la revolución industrial —pues a sus ojos ellas eran los enemigos responsables de la pérdida de sus empleos—, vuelve a hacer su aparición siglos después bajo una careta modernamente actualizada. Ahora los de­monios del futuro habrían encarnado en esos nuevos medios de comunicación y entretenimiento a los cuales, si no es posible destruir, por lo menos sería necesario man­tener a raya de la virginal doncella cultural constituida por las legiones de lectores que, de caer en aquellas terribles manos, se alejarían irremediablemente del buen y único camino legitimado para acceder a estadios su­periores de cultura y conocimiento: la lectura de libros.

La paradoja es aleccionadoramente simple: la lectura que —se afirma— debiera educar y enseñar, no cumple su cometido, pues este tipo de crítica, al hacer caso omi­so del conocimiento histórico, repite sin rubor los erro­res de apreciación sobre el devenir de la humanidad.

Acerquémonos un poco más a ambos ejes analíticos para repensar el asunto del papel contemporáneo del li­bro y, por ende, del fomento de la lectura hoy en día.

(1) Anne-Marie Chartier y J. Hébrard, Discursos sobre la lectura (1880-1980), Gedisa, España, 1994.

(2) John W. Dulles, Ayer en México, Fondo de Cultura Económica, Mé­xico, 1977, pp. 117-118.

* Fragmento del texto del autor en el libro de varios autores Abonando la utopía, México, Océano, Librerías Ganco Colorines y CONACULTA, 2006 (Col. Lecturas sobre lecturas). Reproducido con permiso del autor, quien con este escrito ganó el Primer Premio “Mauricio Achar el Señor de los libros” de ensayo sobre fomento a la lectura.


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